No se me ha olvidado, desde que se la leí a Jutta Burgraf, una anécdota que cuentan de la escritora Ida Friederike Görres (1901-1971). Corría la década de los 50 del siglo pasado, y le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas tan originales y para saber juzgar con tanta lucidez la situación de la sociedad. Respondió: «No leo ningún periódico. Así puedo concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras».
No me parece, claro está, que uno deba aplicar al pie de la letra el método Görres. El roce con el mundo es muy necesario, y eso comporta, entre otras cosas, estar al cabo de la calle, saber qué se cuece y prestarle unos segundos de atención a la penúltima ocurrencia que todos los medios publiquen. Quien no practique la fuga mundi, que es una opción plausible, hará bien en leer el periódico —uno no, varios—, en visitar las redes —si es posible, sin dejarse enredar en sus mallas— y en buscar por cualquier otra vía la información verdadera y relevante.
Sin embargo, si el método se comprende bien —esto es, sin rigorismos— y se aplica con sensatez —es decir, sin hacer cosas raras—, quizá puede ayudarnos a concentrar nuestras fuerzas y a distinguir, entre la maraña de lo que sucede, qué es lo esencial y qué es lo accesorio. «Lo que pasa es que no sabemos lo que nos pasa», dijo Ortega. Pues ha pasado un siglo y, lejos de mejorar, la cosa empeora: vivimos atiborrados de sedicente información a la que deberíamos atender, sin tiempo ni ganas para separar el grano de la paja. Bulos con bula. Hechos deshechos por prejuicios. Así ya no es fácil aclararse.
Propongo algo sencillo: una dieta baja en tonterías. Bastaría, para empezar, con prescindir de todas las frasecitas ocurrentes de los portavoces parlamentarios. Como si fueran carnes rojas: no nos convienen. Porque, con su última ingeniosidad, el político de tecla fácil nos distrae. Cada agudeza que se cuela en la conversación pública nos despista y acaba por privarnos del debate. Si la ideología se apodera del discurso, los argumentos se transforman, ay, en pólvora mojada.
A mí me gustaría que, a lo Görres, llegáramos a despreciar lo irrelevante de entre tanto como se publica y se dice. Que estrenáramos una clarividencia distinta. Que huyéramos de las propuestas vacías (por ejemplo, las de los nacionalistas), de los alegatos patéticos (por ejemplo, los de los nacionalistas). Que no oyéramos siquiera el runrún de las peroratas cansinas (por ejemplo, las de los nacionalistas) y de las cantinelas injustificadas (vale el mismo ejemplo). Que no perdiéramos el tiempo con tanta maniobra de distracción. Que no nos atrapase el cepo de lo trivial.
Una aclaración final: la culpa no es toda de los demás. La banalidad acecha y se nos cuela, si le dejamos una ranura. De modo que, corregido, el método Görres sería este: procura no hablar en vano, para así concentrar todas tus fuerzas.