Mi primer Robert Redford

El cine, además de un arte, es uno de esos hilos de nuestra memoria con los que vinculamos momentos concretos de nuestra vida con los que más amamos

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Tras la primera reacción de sorpresa y pena ante el fallecimiento del rubio más famoso del Hollywood clásico —con permiso de Peter O’Toole— que todavía se resiste a dejarnos, enseguida dediqué unos minutos a pensar en cuál fue la primera película que vi de Robert Redford. Era difícil: el norteamericano aparece como actor en algunas de los mejores filmes de la historia del cine: Dos hombres y un destino (1969), Todos los hombres del presidente (1976), Memorias de África (1985) o la más desconocida pero sorprendente Los tres días del cóndor (1975).

No era ninguna de esas. Rápidamente, un recuerdo me vino a la cabeza: mi primer Robert Redford fue El golpe, la obra maestra de la farsa y la delincuencia de unos truhanes de medio pelo que triunfó en 1973 con George Roy Hill en la dirección.

Una de las personas que más me ha influido en mi educación cinematográfica e introducción al (buen) cine ha sido mi abuela C. Recuerdo cómo, siendo aún pequeños (no había llegado a la adolescencia, si no me falla la memoria), nos ponía a mis primos y a mí una de esas grandes obras del séptimo arte que Garci proyectaba en Qué grande es el cine. Tiempos no muy lejanos en los que la televisión pública nacional aún emitía programas de culturización de masas. Este programa quedó grabado en la retina de millones de españoles para el resto de sus vidas. Marcó época. Ahí descubrieron a Dreyer, Wilder, Hawks, Ford, Ray, Lang, Capra, Wellman, Hitchcock… Toda una generación de cinéfilos tiene por padres a Garci, Torres-Dulce, Marías y compañía. Mis abuelos S. y C. también.

Habitualmente, en esas comidas familiares de domingo, para no molestar el almuerzo de los adultos (los pequeños comíamos en el primer turno), mi abuela nos proyectaba una de las películas del ciclo Garci. Sin ningún tipo de criterio (solo el de calificación por edades según su buen juicio) introducía en el reproductor el VHS donde estaba grabada la película . Se saltaba la presentación inicial y… Comenzaba la magia. Una de esas maravillosas experiencias fue El golpe. Mi primer Robert Redford se lo debo a mi abuela, un actor por el que siente gran admiración.

Lo malo de la memoria es que es traicionera: no sé si me gustó o no la película. Lo más probable es que sí. Años después, más maduro y en plena efervescencia de mi incipiente cinefilia, la volví a ver y sí recuerdo disfrutarla en su totalidad. Ahora bien, de lo que sí recuerdo perfectamente de ese primer visionado fue de un ejercicio de apropiada censura por parte de C.: tras el inicio mítico de la película (esa primera estafa que nos deja a todos boquiabiertos), el personaje de Redford se engalana con un radiante traje burdeos a rayas, de moda en ese Chicago de los años 30; un voluminoso ramo de flores y una botella de champán para sorprender a su querida, una cabaretista ligera de ropa en su función.

Esa secuencia entera, cuya aportación a la narrativa de la película es menor, mi abuela nos la impidió ver. «No es para niños», nos dijo. Yo, un chavalín, no puse en duda su autoridad, como tampoco lo hago ahora. Su experiencia, cinematográfica en este caso, prevalecía sobre mi curiosidad. Ahora sigue prevaleciendo: quizá no en cine, pero sí en ámbitos más importantes como el de la vida y sus sobresaltos.

Es curioso lo que la mente se reserva para el futuro: una simple prohibición para proteger mi inocencia. Lo que agradeceré siempre a mi baúl de los recuerdos es que relacione a Robert Redford (R.I.P) con mi queridísima abuela C. Y es que el cine, además de un arte, es uno de esos hilos de nuestra memoria con los que vinculamos momentos concretos de nuestra vida con los que más amamos.

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