Estos días, hasta el 29 de septiembre, se está celebrando el Debate General de alto nivel en la Asamblea General de las Naciones Unidas en su sede de Nueva York. Sobre la mesa hay cientos de temas de rabiosa actualidad a comentar: Ucrania, Palestina, el mar Meridional de China, Venezuela y tanto más. Sin embargo, este Debate General debería pasar a la historia por ser el primero en el que se recibe con honores a un terrorista buscado por la CIA.
Así es, no han leído mal. Un asesino, cómplice intelectual de atentados como el 11S o el de la Rambla de Barcelona, se sienta entre los dignatarios de 193 países en el centro de lo que cínicamente llamamos el mundo libre. Mohamed al Jolani, líder de Al Qaeda y ahora máximo mandatario, ha sido el primer ministro sirio en viajar a los Estados Unidos en 60 años. Líderes (sic) como Macron o Meloni, nuestro ministro de Exteriores, José Manuel Albares, e incluso la persona que puso precio a su cabeza, David Petraeus —exdirector de la CIA—, han corrido prestos a entrevistarse con él.
Un día más, la escoria que nos gobierna vuelve a demostrarnos que no valemos nada. La atalaya moral de Occidente se fundamenta hoy en cimientos de papel moneda que ceden sin rubor ante el viento del cambio, aunque este provenga de manos manchadas de sangre. Occidente y Europa hace tiempo que se vaciaron de significado. Reivindicando al individuo, se ha acabado con la persona; en nombre del orden público enterramos la moral y, por miedo al buenismo, terminamos por tapiar el mundo que nuestros padres construyeron.
La misma gente que pone coronas en la Rambla o en la sala Bataclan financia, con nuestro dinero, las balas que terminan con la vida de un familiar, un amigo, un conocido y, en definitiva, un compatriota. Escupen sobre sus tumbas en nombre de una concordia que no existe, de una paz que no desean y de un orden internacional que cada vez constriñe más a un mundo que ya fue.
Hace tiempo que la lucha dejó de ser de derechas o de izquierdas, de sindicatos o de patronales, de polaridades o zonas de influencia. El español de a pie lucha por lo mismo que el inglés de Birmingham, el francés de Reims o el alemán de Colonia: lucha por la supervivencia de su cultura, de sus raíces, de su forma de vida, que atenta directamente contra la línea oficial de pensamiento. Es la lucha de un pueblo contra sus élites, contra unos dignatarios sin dignidad repletos de una auctoritas destinada a sustituirlos.
El sistema que nos han impuesto ha alcanzado su punto de quiebre. Bajo la premisa de proteger valores democráticos, las decisiones de los poderosos se alejan cada vez más de los principios que deberían fundamentar un orden justo. Mientras nos presentan una fachada de consenso y estabilidad, la verdadera agenda de las élites ignora el bienestar colectivo. Las instituciones que deberían representar la moral y el bien común se ven contaminadas por intereses ajenos a las necesidades reales de la gente. El futuro, entonces, parece delineado por una creciente brecha entre quienes se benefician del statu quo y quienes siguen siendo invisibles en este juego de intereses globales.