Desde hace años, el discurso oficial en España y en buena parte de Europa se resume en una idea sencilla: los inmigrantes vienen «a sumar». Es decir, a realizar los trabajos que los españoles no quieren hacer, a sostener el sistema de pensiones con sus cotizaciones y, como guinda, a enriquecer culturalmente a nuestras sociedades. Repetido hasta la saciedad por ministros, periodistas y expertos de plató, este mantra se ha instalado como un dogma indiscutible. Sin embargo, los datos y, sobre todo, las reformas que ya se están aplicando en países como Alemania y Francia ponen en cuestión esa narrativa. No sólo no se están cumpliendo las promesas, sino que la presión migratoria parece estar debilitando más aún unos sistemas sociales ya tambaleantes.
En España, el argumento más repetido es que los inmigrantes son imprescindibles para sostener las pensiones. El exministro José Luis Escrivá llegó a decir abiertamente que la inmigración era la «clave» para salvar el sistema, siempre que fuera «legal, ordenada y regulada». La realidad, sin embargo, es mucho menos halagüeña. Los datos de la Encuesta de Población Activa muestran que, aunque muchos inmigrantes en edad laboral efectivamente trabajan o buscan empleo, hay un porcentaje significativo que no está integrado en el mercado laboral. Algunas estadísticas manipuladas incluso han llegado a afirmar que el 58% de los inmigrantes «no trabajan», cifra que en realidad incluye a menores y jubilados, pero que revela un hecho realmente preocupante: la inactividad es mucho mayor entre determinados colectivos de origen extranjero que entre los españoles, especialmente entre mujeres de nacionalidades como la marroquí. A ello se suman tasas de paro muy superiores a la media y una presencia desproporcionada en sectores de bajos salarios y alta precariedad. ¿De verdad con esos niveles de inestabilidad laboral se va a sostener el sistema de pensiones?
Francia y Alemania: el futuro
La experiencia de Alemania y Francia debería bastar para disipar cualquier ilusión. Ambos países han recibido inmigrantes masivamente durante décadas y sus gobernantes han machacado a bombo y platillo el mismo mantra de las pensiones. El resultado es devastador: Berlín aprobó recientemente una reforma que endurece el acceso a la jubilación anticipada, eleva de facto la edad de retiro y ajusta las pensiones a la esperanza de vida. París, por su parte, ha introducido un factor de sostenibilidad que hace que el valor de las pensiones dependa del equilibrio financiero del sistema, con revisiones periódicas que en la práctica se traducen en recortes. Si los inmigrantes fueran esa panacea prometida, ¿por qué los dos países que más confiaron en ellos están ahora imponiendo sacrificios draconianos a sus ciudadanos? La respuesta es sencilla: porque no estaban aquí para salvar el sistema, sino para alimentar un modelo económico de mano de obra barata que, lejos de reforzarlo, ha contribuido a quebrarlo. ¿Con qué fin? Sacrificarnos en los altares del sistema.
El contraste entre lo que se dice y lo que se hace es absoluto. En Francia, en Alemania y también en España, las élites políticas llaman ahora a «sacrificarse por el sistema liberal», a aceptar recortes, a prolongar la vida laboral y a asumir que las pensiones futuras serán peores que las actuales. En nuestro país, incluso voces como la de Cayetana Álvarez de Toledo insisten en que toca apretarse el cinturón en nombre de la responsabilidad y la sostenibilidad. «¿Qué estáis dispuestos a sacrificar cada uno de vosotros por defender la democracia y la libertad?», preguntaba recientemente en un encuentro. Una pregunta lanzada por una de las representantes del establishment de alta cuna, quien también ha estado años años asegurando que la inmigración era la solución mágica. ¿Cómo se explica que, tras millones de nuevos inmigrantes, los sistemas públicos no sólo no se hayan fortalecido, sino que estén más débiles que nunca? La conclusión no podía saberse: el discurso del aporte migratorio no fue más que un espejismo, un recurso propagandístico para justificar políticas de austeridad y para naturalizar el desmantelamiento del Estado de bienestar.
El supuesto enriquecimiento cultural tampoco compensa este panorama. Es cierto que toda sociedad cambia al recibir nuevas comunidades, pero el precio social de una integración deficiente es demasiado elevado. Tensiones en barrios saturados, presión sobre la vivienda y los servicios públicos, sobrecarga en escuelas y hospitales, y una fractura cultural que se traduce en conflictividad política. Hablar de «enriquecimiento» mientras se ignora la realidad cotidiana de quienes comparten barrios degradados o aulas masificadas con recién llegados es, como mínimo, una frivolidad. La retórica multicultural sirve para adornar un proceso económico y político que nada tiene de altruista.
Se observa un patrón
Si se observa en perspectiva, se puede observar un patrón. Primero se repite que los inmigrantes son imprescindibles para mantener el sistema. Luego, cuando la realidad contradice esa promesa, se dice a los ciudadanos que deben sacrificarse porque «no hay otra alternativa». En el fondo, se construye así un relato donde la inmigración no salva el sistema, sino que lo tensiona hasta el límite, forzando reformas que de otro modo serían impopulares o incluso imposibles de imponer. Y así, bajo la coartada del «apoyo migratorio», se avanza hacia un modelo de recortes permanentes y precarización creciente. Esto, es lo que se conoce hoy como «teorías de la conspiración» pero sólo un necio, un ignorante, o un hipócrita que se beneficie de ello sería capaz de negarlo.
España se encuentra aún a medio camino de este proceso, pero las señales son claras. La presión migratoria aumenta, los salarios de los nuevos empleos siguen en mínimos históricos y la caja de las pensiones depende de transferencias del Estado para cuadrar las cuentas. Si Alemania y Francia han acabado admitiendo que la inmigración no basta, ¿qué sentido tiene seguir repitiendo el mantra? Tal vez el objetivo nunca fue que los inmigrantes salvaran las pensiones, sino que su llegada sirviera de excusa para justificar la demolición de un sistema social que los mismos gobernantes ya habían decidido desmontar.
Nuestros abuelos nos dejaron un país preparado para competir de tú a tú con las grandes naciones del mundo, un lugar que a España le corresponde por justicia e historia. El Régimen del 78 y todos sus esbirros sólo ha servido para acabar con ello y forzarnos a seguir la estela del suicidio europeo dirigidos por unos gobernantes cuya única guía moral es la traición a su pueblo. Javier Milei llamó «aberración» a la justicia social. Muchos aplaudieron, ¡seamos libertarios y liberales! ¿De qué nos sorprendemos?