Pese a que uno no lo quiera, todos somos hijos de nuestro tiempo. Aunque no lo pretendamos, la realidad, el día a día, juega un papel importante en nuestro modo de pensar y de relacionarnos. Se puede estar en heroica discrepancia con el mundo actual, dudar de aquello que la mayoría ofrece como solución y, en cambio, acercarte a aquello que el mundo desprecia. Sin embargo, por mucho que uno se afane, hay veces en las que se cae en las lógicas que rigen nuestro mundo. Y no hay nada de malo, porque le permite a uno ver al prójimo como lo que realmente es: un semejante. Desasido de las consignas de la batalla cultural que llaman a la guerra sin cuartel y sin hacer prisioneros, al otro lado de la trinchera, el del frente, el que se sienta junto a uno en el autobús o el que espera en la cola del supermercado, es también una persona corriente.
Frente a la soberbia moderna de que somos distintos a nuestros abuelos, la realidad se impone: las mujeres esperan de nosotros hombres fuertes y vigorosos, ¡caballeros!; y nosotros, ay, una mujer donde podamos reposar, un hogar con la medida del alma. Nuestra lucha es contra las potestades y las ideas; nuestra misión, engrosar las filas de nuestra milicia a medida que andamos la vida. Marian Rojas Estapé repite, siempre que le dan la oportunidad, que lo que realmente llena a las personas es el amor y que todo lo debe empapar: la medicación para la enfermedad, la rutina cotidiana, el trabajo ordinario o el consuelo al amigo. Está en nuestro interior, es la causa y el horizonte de nuestras elecciones, nuestro anhelo por encima de todo. A él estamos llamados. Ansiamos querer y que nos quieran. Sin embargo, el amor no es algo abstracto y alejado, tiene forma concreta. Por tanto, podemos hacer mal uso de él. De la potencia al acto hay vastísimas concreciones, se puede afirmar sin miedo a la equivocación que el amor es una aventura. Es una empresa colosal, pero que nos es irresistible.
Pero, ¿cuál es el acto por antonomasia? ¿Cuál es el acto de toda la vida que, cuando uno lo ve, exclama: «¡realmente lo quiere!»? El interrogante me asustó, en un principio, porque la experiencia subjetiva puede hacer que tropiece. Temía caer en afirmar que lo genuinamente común es aquello que sólo a mí me lo parece. Hacer de mi experiencia la medida. Luego, al descubrir la importancia de la cuestión, me vi retado porque, como sostiene Julio Llorente: «Sólo ama quien conoce». Exprimiendo la pregunta, rumiándola completamente, creí hallar la respuesta.
La encontré en aquello que todos compartimos. Algo que nos marca, pero no nos define. Que nos va a acompañar hasta el cementerio y que detestamos de nosotros: nuestras miserias. La limitación y el error están a la orden del día. Como San Pablo, hacemos el mal que intentamos evitar y no hacemos el bien que queremos. Conocer también implica saber los defectos, además de sus virtudes, y este conocimiento, en la mayoría de veces, nos llega porque lo sufrimos. Ante las impuntualidades características de nuestro amigo, las preguntas inoportunas preguntas de algún familiar, el griterío de los más pequeños, discusiones y enfados que tenemos en el trabajo, el amor nos invita, porque el amor nunca obliga, sino que propone, el perdón. Perdonar es dar la vida por los amigos. Acostumbrarnos a perdonar, que sea la opción más fácil. Pero no un perdón eximente de los errores, sino un perdón que espolee al prójimo. Que sea impulso para que la otra persona siga perseverando en su lucha interior y que sea comprensivo con ella. Que tu perdón ahogue las limitaciones de los demás. Gracias a la disculpa sincera, ¡amorosa!, nos sentimos amados por cómo somos y no por lo que hacemos. En el perdón se fundamenta el verdadero amor, aquel que ni cansa ni se cansa. Sólo ama quien conoce, y quien perdona.