Dejémoslo claro desde el primer instante: la cuestión sobre la objetividad o subjetividad de la moral no es un juego académico, sino un asunto nuclear cuya confusión nos está destrozando. Estas no son cosas que comentar con aire cultoide frente a un vino español o un cubata —hay suficiencia en todas partes—, sino que aquí está el meollo de buena parte de lo que vemos en el Congreso cada semana, para nuestra vergüenza, de lo que arruina las relaciones comerciales y geopolíticas y hasta en parte de lo que está quebrando la salud mental de tantos jóvenes y no tan jóvenes.
La enfermedad, ciertamente, tiene raíz filosófica: las ideas mueven el mundo, y esta desorientación de ahora nace de un puñado de ideas nefastas. Dentro vídeo:
- «La verdad no es algo que se pueda encontrar de manera definitiva. No existe una esencia fija, ya que todo está marcado por la diferencia y el contexto, lo que hace que cualquier intento de afirmar una moral objetiva sea una ilusión» (Derrida, La escritura y la diferencia, 1967)
- «La moral no es universal ni objetiva, sino que está constituida por relaciones de poder que cambian según las épocas. Las nociones de bien y mal son construcciones sociales que dependen de contextos históricos y no de principios eternos» (Foucault, Vigilar y castigar, 1975)
- «No podemos esperar encontrar una “verdad” universal que sea válida para todos, ya que la verdad es una construcción dependiente de las comunidades lingüísticas y las prácticas sociales. La moralidad también está determinada por las circunstancias históricas y culturales, no por principios universales» (Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, 1979)
- «La postmodernidad se caracteriza por el escepticismo hacia los grandes relatos, hacia las explicaciones globales y totalizantes de la historia, la cultura y la moral. No hay una verdad universal, sólo relatos plurales que dependen de los contextos y las perspectivas» (Lyotard, La condición postmoderna, 1979)
Y así nos fue, naturalmente: lo que ahora tenemos, este complejo y cada vez más peligroso siglo XXI, es hijo de estas concepciones encanalladas sobre la verdad y la moral. Claro que tras la Segunda Guerra Mundial y hasta ayer han estado ocurriendo muchas cosas beneficiosas, fruto de impugnar algunos errores de la Modernidad; claro que había que seguir avanzando, y que siempre estaremos haciéndolos, porque de madurar nadie termina, sino a riesgo propio. Pero esa herida nihilista no sólo no nos la hemos curado, sino que sigue manando por ahí sangre a borbotones.
Por creer que no hay nada que esté bien o mal, sino «depende», hay propuestas para acabar con la guerra en Ucrania a toda velocidad que aplauden premiar a Putin si es preciso o justificando que se ametralle a civiles que se arrastran por algo de agua y pan en los páramos de Gaza. Por no saber explicar qué hay de malo en la infidelidad y considerarlo una mera «herencia judeocristiana», anda la gente rompiendo matrimonios sin ton ni son y sufriendo y haciendo sufrir a un montón de personas. Por sostener que cada cultura es una propuesta moral autocontenida que no cabe criticar «desde fuera», andamos aquí persiguiendo los piropos mientras niñas son obligadas a casarse y tienen prohibida la educación en otras partes (o ante nuestros ojos), todo ello sin que quienes gritan por lo primero se inmuten. Etcétera.
Entre lo peor está como la realpolitik ha sepultado cualquier intento de acompañar de decencia los planes gubernamentales. Quienes aplauden que ganen los suyos ignoran que España es un país de vaivenes ideológicos y que pronto derramarán lágrimas por convalidar los desmanes de su banca al compás de «lo que cuenta es tener el poder y eso santifica todas las aritméticas». Llevamos años de pasmo en pasmo por ver cómo los dirigentes de turno descreen de todas sus autoproclamadas líneas rojas; pero lo cierto es que no podrían hacerlo sin el balón de oxígeno que grácilmente les hinchan sus correspondientes fanáticos. La base de esa desvergüenza está en el convencimiento de que no existen las verdades morales.
Capítulo aparte para la cuestión de la salud mental. Como sabe, este es un tema del que apenas se habló hasta que cierto político —hoy defenestrado— enarboló esa bandera; lo que seguramente también le conste es que sólo se habla de soluciones de seguridad social que son, para un país de economía mediocre o más bien trémula como el nuestro, del todo ficticias. Si le digo que no se fíe de los políticos, especialmente en esto, es porque en casi ningún otro tema está más claro que no pueden hacer nada específicamente por este asunto desde el Estado, si no es, y ya sería mucho, gobernar medianamente bien para que haya seguridad y prosperidad, dos de los asuntos que más afectan a la salud mental generalizada. Pero ahora quiero añadir algo sobre el tema que tiene que ver directamente con la verdad moral: el nihilismo que lo niega nos enferma.
Imagine una persona, especialmente una joven y, consecuentemente, con menores recursos del carácter que es lanzada al mundo bajo la idea de que nada está bien ni mal, nada es correcto e incorrecto, sino convencional y cultural y por lo tanto lábil y es digno de toda desconfianza quien afirme que lo debido existe y a todos nos obliga. Aparentemente, será alguien que gozará de una extraordinaria libertad (negativa); en realidad es alguien que ha sido abandonado a la deriva. Y ello porque a esa persona le han hurtado su libertad positiva, esto es, su capacidad de responsabilizarse, su vínculo con los demás y al cabo su sentido. Sin brújula alguna sobre el bien no se convierte uno en el emperador de un imperio autodefinido, sino en el paria de un país desolado.
Si el bien no es universal, no existe; si la ética no es objetiva, tampoco, pues sólo habría etología, es decir, descripción de lo que hay, en cuanto a la pregunta que la moral plantea, que es qué conductas hacen que la vida sea justa y digna, que merezca la pena. Por eso importa que las verdades —las realidades— morales existan. Con todo, hay que admitir que no podemos afirmar lo que nos conviene, sino lo que es. Quiere esto decir que, si resultase que tales realidades universales no existen, habría, sin más, que fastidiarse. Pero resulta que existen. ¿Y que hay que hacer para dar con ellas? Sencillamente, investigar al hombre. Pero no solamente con el necesario, pero limitado, instrumental de la ciencia: también con el utillaje de las artes, la filosofía y las humanidades.
Hay un sinnúmero de evidencias a disposición de quien se atreva a descubrir —jamás inventar, bochornoso Sartr— las verdades morales. Lo único que hace falta es tiempo y ganas. Y renunciar a ser popular, a gustar a mucha gente, por supuesto. El camino hacia el bien rara vez es el del éxito, y está erizado de peligros. «¿No tienes enemigos?», se preguntaba don Santiago Ramón y Cajal. «¿Cómo que no? ¿Es que jamás dijiste la verdad, ni jamás amaste la justicia?». Hay que ser capaz de quedarse solo defendiendo la verdad cuando la manada hiede. Ahora bien: quien no se atreva con eso, y por mucho «éxito» que amase, será un rumor a la hora de su muerte.