David Cerdá (Sevilla, 1972) es economista y doctor en Filosofía. Apasionado por la ética y la búsqueda de la verdad, trabaja en gestión de personas y en escuelas de negocio. Escritor y lector precoz, ha conjugado desde su adolescencia sus inquietudes empresariales con su afán por la literatura. Declarado en guerra contra los «majaderos», ha publicado recientemente Ética para valientes (2022) y El dilema de Neo (2024), ambos en Rialp. Pero este prolífico autor y conferenciante es ante todo tres cosas: colaborador de La Iberia, marido y padre de una familia numerosa.
¿Es la verdad la principal de las víctimas de nuestro tiempo?
Hay dos elementos nucleares dentro de las cuatro grandes cosas alrededor de las cuales se debe construir una vida: la verdad, el amor, el bien y la belleza. Y esos dos elementos nucleares son el bien y la verdad. Digamos que si fueran cuatro patas de una silla, éstas son las dos casi maestras.
Ahora bien, si tú quieres impulsar un proyecto que no se base en el bien sino en el interés —como, por ejemplo, ganar dinero a costa de los demás—, lo primero que tienes que socavar es la verdad.
¿Quiénes son entonces los principales verdugos?
Siempre he dicho que el mal fundamentalmente es egoísmo. El mal es una serie de intereses, de deseos, perversiones. Pero son deseos encarnados. El mal son personas y agendas muy concretas. En cualquier caso, la base de todo mal es el desprecio del prójimo y el egoísmo.
La industria del mal, eso sí, tiene unos capitanes, unas castas. Es una pena que ya no se hable de las castas. Ahora, ciertas castas políticas que se quieren mantener a cualquier precio están dispuestas a pasar por encima de la verdad. Ahí hay unos verdugos…
El problema principal, sin embargo, yo creo que es nuestra pérdida de una mirada común. Cuando perdemos esa atención de lo común, cuando volvemos al individuo, también perdemos la verdad de lo común. Este proyecto de la verdad, que dura toda una vida, se ve en peligro por el razonamiento motivado, que es ese razonamiento que se adapta a la voluntad, que concluye lo que quiere concluir.
Defender la verdad entonces no parece tarea fácil…
No, claro. Requiere cierto entrenamiento, porque ahí también entran en juego otras cosas como la autoestima, el bienestar, la seguridad, etc. Entonces, el proyecto de la verdad es un proyecto para ir más allá de lo que te han inculcado y más allá de lo que tú quieres pensar. Y eso requiere cierto alejamiento del deseo más inmediato.
El dilema del día a día es El dilema de Neo (Rialp). Chesterton dijo que llegaría el punto de defender que la hierba es verde y ahora debemos recordar que la hierba es hierba… ¿Hay alguna pista para resolver este dilema?
Yo creo que la base de la búsqueda del bien y la verdad es la misma. La virtud principal es la valentía. Esta virtud es la que te lleva a todos esos cuatro grandes proyectos de sentido: belleza, amor, bien y verdad. Y uno se hace valiente exponiéndose, arriesgándose. Y para ello son fundamentales las habilidades y talentos que tenemos, nuestro empeño por huir de la mediocridad. El hombre que es capaz de hacer muchas cosas puede arriesgarse más y vivir mejor la valentía. Claro que al final la lucidez que tú tengas, la capacidad que tú tengas para construir tu vida en torno a la verdad va a depender mucho de la gente con que te juntes. Depende de tus amistades y depende de tu familia. Cuando uno se rodea de gente que es libre, gana en libertad y en valentía.
En Ética para valientes (Rialp) propones ligas de alguna forma este itinerario de recuperar la valentía con la virtud del honor, o la forma castellana de decirlo: la honra. ¿Cómo recuperar el honra en un mundo que premia el deshonor?
No todo es deshonor. En el mundo de la empresa, en el que participo, veo que quien triunfa a medio-largo plazo, el que tiene una reputación adecuada, es porque verdaderamente lo merece. Yo sigo pensando que nuestra sociedad premia el honor, la lealtad, la confianza… Sin confianza, que es muchas veces la fe en la palabra del otro, nadie llega lejos. La antropología ha estudiado mucho cómo la solidaridad ha traído al hombre hasta aquí: gracias a que podemos hacer cosas juntos, a que nos podemos fiar y cooperar, el ser humano está donde está.
Y hago una segunda reflexión: siempre hemos castigado al gorrón al psicópata. Lo que pasa es que un psicópata bien adaptado puede mantenerse un cierto tiempo con disimulo y mentiras. Es verdad que en nuestro mundo todavía hay oportunidades para los que trampean, pero no siempre. El caso de Sánchez es un ejemplo típico. Sánchez caerá, con total seguridad. Entre medias sufrimos nosotros, es cierto, pero lo que es seguro es que caerá.
Pero volviendo a tu pregunta, yo recojo en el libro la expresión «honor ético», que consiste en saber que le debemos muchas cosas a los demás, en entender que estamos en deuda. Todos formamos parte de una cadena donde nos debemos cosas que van más allá de la familia, la empresa, lo legal, lo social… Es la creencia firme de que aún tenemos algo en común, que somos miembros de una comunidad grande que merece ser protegida. Si se tambalea esta mirada común, entonces nos empezamos a mirar los compatriotas como posibles enemigos.
Otra virtud de la que hablas en ambos libros es la lucidez, que etimológicamente es esa capacidad de aportar luz, de alumbrar, de iluminar. ¿En nuestro mundo faltan luces o, si las hay, están mal situadas, escondidas bajo el celemín?
Toda la épica de nuestra vida está recogida en la lucha de la luz contra la oscuridad. Yo no creo que falte luz, hay mucha sabiduría a nuestro alrededor —aunque a veces demos más voz a los influencers que a los sabios—. Pero lo cierto es que la gente sabia tampoco ha sido muy popular nunca. Quizás lo que nos falta es que más gente se atreva a decir las cosas como son. Jóvenes que confronten y argumenten después de pensar, aunque esto nunca lo favorezca la clase política, que quiere unos jóvenes dóciles. Por eso hace falta que más gente dé esa batalla —la de pensar— y a veces diga «yo no estoy de acuerdo». Traer luz al mundo es batallar por la verdad, y ese sentido colectivo de la batalla ha desaparecido por completo. Si no hay verdad común, ya no hay batalla común.
Me gustó leerte que a esta incapacidad por tener certezas, muy de nuestro tiempo, hay un riesgo asociado: la incapacidad por tener dudas. Quien busca la verdad está condenado a contradecirse y, sin embargo, el hombre huye de esta contradicción…
El proyecto que disuelve todo y que relaciona esta falta de certezas y la falta de dudas es el relativismo: es la negación de la verdad y es un proyecto que siempre ha venido acompañado de un interés por el poder. Si todo es relativo, ¿qué sentido tiene dudar? En el momento en que disuelvo la pregunta por lo que es cierto y creo que no hay nada objetivo y que no hay nada que buscar, sino que hay cosas que imponer, entonces la duda ya es una debilidad.
En cualquier caso, yo siempre hablo de la verdad como una cuestión de cantidad. Vivir verdaderamente se trata de añadir más verdad a mi vida. En el ámbito de lo terrenal, no se trata de encontrar la verdad, sino añadir más verdad a nuestros juicios, acercarnos mejor a la realidad. Si hay alguien que cree que eso no existe, pues lógicamente tiene campo anchísimo.
Y hay un último factor que no debemos olvidar: la tontería. La tontería no tiene límites y por eso se puede vender tan fácilmente, porque además suele ser divertida. La verdad limita la vida en el mejor sentido de la limitación, y la tontería da rienda suelta a la vida, en el peor sentido de la soltura. Si vivimos de la tontería, no nos pondremos nunca de acuerdo, empezaremos a combatir para ver quién impone la verdad. Eso es un riesgo.
Para batallar contra la tontería hablas de «soberanía personal». ¿Nos das alguna pincelada sobre nuestra capacidad de ser héroes?
Bueno, el proyecto de la ética desde siempre, más allá del bien y del mal, es un proyecto de gobierno del carácter. Durante muchos siglos ha sido el proyecto de la filosofía moral y de la ética. Es el intento por gobernar mi barco hasta donde pueda, porque a veces viene viento de cara, una tormenta o un fuerte oleaje.
De esta falta de soberanía personal vienen todos los problemas de salud mental que ahora conocemos. Me parece extremadamente sospechoso que todo el mundo que habla de salud mental lo haga para vender cosas. Fíjate en Errejón, que lleva toda la vida diciendo que hace falta que el Estado ponga psicólogos en todos lados, cuando sabe que no tenemos dinero para eso. El problema de Errejón es que hemos medicalizado la vida y hemos convertido el dominio de sí en algo imposible.
Y frente a eso, lo que podemos hacer es encontrar las causas de nuestra insatisfacción y afianzar nuestras vidas sobre proyectos sólidos. Este proyecto de gobernarse a uno mismo tiene enfrentado el proyecto político de los mediocres, que pide la asistencia del Estado para todo y para ello crea una ciudadanía carencial, enferma.
En este punto, la soberanía personal consiste en recordar que el ser humano es bueno y libre. La vida es algo que nos ocurre sin decidirlo y construimos nuestra vida viviendo: yo soy fundamentalmente la causa de mis efectos. Por eso recuperando la valentía el hombre coge las riendas de su vida. Y ahora estoy pensando en Ignacio Echeverría: un joven normal hizo una hazaña extraordinaria. Por eso por muchos vientos y oleajes, nadie puede evitar que seas una persona excepcional. Ignacio tenía una soberanía moral increíble.
Y ya por último, esta soberanía personal se hace más fuerte cuando es genealógica. Vivir en serio consiste en intentar estar a la altura de mis padres, mis abuelos y de la herencia que he recibido. Consiste en ser deudor de una herencia y creador de otra: dejar un legado extraordinario por el que rendiremos cuentas.