Después de un mes de mayo ajetreado, Neptuno pareció volver para acompañar las rayas canallas de los atléticos, nerviosos e incrédulos, y desató toda su rabia la madrugada del 1 de septiembre. Me desperté aturdido en medio de la noche, y tardé en darme cuenta de que la verdadera pesadilla no había sido la que soñaba, sino que el cierre de mercado era ya un hecho consumado.

Cada 31 de agosto, los atléticos estamos alerta ante las posibles descapitalizaciones de la plantilla. Lo cierto es que este año el Club parecía llegar con los deberes hechos y una plantilla que, aunque corta, era del gusto de Diego Padre Simeone. La sorpresa —o no tanto— es que, finalmente, este año la verdadera descapitalización ha sido de identidad.

El último día la realidad superó a la ficción y, después de un verano de idas y venidas, el Chelsea empujó por Saúl, cuya voluntad se impuso a tiempo para formalizar su salida. Horas dantescas con informaciones contradictorias en radio, televisión y Twitter —¡por supuesto!—, y por primera vez en la vida, los atléticos no podíamos entender, pero la realidad es que el movimiento a tres bandas se oficializó: el canterano a Londres, el repudiado a Madrid y el suplente del suplente del Sevilla a Barcelona.

Aquellos felices con este resultado evidencian que, futbolísticamente, el Atlético ha aprovechado el mercado y ha mejorado la competitividad de la plantilla. Sin embargo, la realidad es que tiene un plantel corto y descompensado, pues continúa sin un verdadero 9 que pueda alternar con Suárez, le falta un central y necesita lateral zurdo. A ello se suma que la preocupante salida de canteranos clave —junto con la falta de llegada— sigue su curso: Lucas Hernández, en menor medida su hermano Theo, Rodrigo, Thomas… y ahora Saúl. La pérdida intangible es reseñable aunque no garantice el éxito. Lanzar las campanas al vuelo por la mejor plantilla de la historia recuerda a 2018, cuando eufóricos, se venció al Madrid en agosto y se perdió la Champions en diciembre contra el Qarabag. Caer en el error de comprar esta narrativa es peligroso. Los éxitos del Atlético de Madrid son siempre del equipo y los nombres, como le recordó el Metropolitano a Griezmann recientemente, no hacen hombres.

Aunque desde el traspaso parezca despertar, el francés, en estos momentos, es un nombre con un 8 a la espalda. De nuevo, perdónenos, Sabio. Y esta vez también Adelardo. Y Rulo. Y Vizcaíno. Y Saúl. Incluso Schuster. Después de un rendimiento bajo en Barcelona y una vuelta sin bienvenida, pareciera como si su falta de fuerza radicase en su exceso de cabello: el movimiento en las redes pidió, como primera opción para plantearse un perdón, que se cortara el pelo. Y como segunda, pido yo, que grabe un documental de su vuelta. En realidad, los renglones torcidos son de Dios y los atléticos lo dejaremos para cuando meta goles, que son amores.

Y lo de Saúl

La salida de Saúl es otra historia. Una derrota de todos, pero de nadie tanto como suya. Y no porque su marcha no sea necesaria: el jugador lleva tres años estando sin estar y tirando de sentimiento para tapar su falta de fútbol. En la cabeza de la afición se sigue buscando a ese niño que irrumpió —para quedarse— con una chilena en un derbi. A ese niño leyenda. El mejor Saúl, a pesar de lo que él piense sobre sí mismo, no se ha visto como pivote ni como interior, sino partiendo de una banda con agresividad y exuberancia física. Ahora, sin la chispa y confianza de antaño, ha forzado un éxodo que le pertenece ante su incapacidad para rebelarse, darle la vuelta a su situación y aceptar que el rol que se ha ganado. Le vimos en su torpe despedida con Ibai derrotado mentalmente, contradictorio, buscando fuera lo que no encuentra dentro y, todo sea escrito, tribunero apelando a simbolismos para llegar a la afición. Tenía Fernando Torres mucha razón cuando, antes de la final de Lyon en 2018, le dijo que se dejase de marketing e hiciera más goles. Su respuesta fue contratar a Jonathan Barnett. Y el resto ya es historia.