Cuando hace unas semanas un buen amigo me invitó a escribir sobre la Navidad le dije que sí sin pensarlo dos veces. Por una parte, porque nos encontrábamos en pleno apogeo del debate sobre la censura navideña a la que invitaba desacertadamente una de las comisarias europeas. Por otra, porque pensaba que escribir sobre una tradición que he vivido siempre, y que recuerdo desde que casi siempre, iba a ser una tarea sencilla y agradable.
Me planté delante de la hoja de papel con un millón de ideas rondándome la cabeza. Que si la búsqueda de la Verdad en los Reyes Magos. Tal vez la ternura de Jesús en el pesebre. Quizás algo sobre la alegría por la Encarnación. O sobre la fragilidad humana asumida en un niño Dios con pañales. Eran infinitos los temas que se me proponían, pero ninguno conseguía arrancar mis dedos y ponerlos a escribir. Entonces afloró en mí una pregunta: ¿Qué significa para ti la Navidad, Ángela? ¿Qué manifestaciones tiene el misterio de Belén en tu vida?
Lo primero que pensé es que no tenía ni idea de cómo responder a esas preguntas. Ponte que, en vez de la Navidad, hubiésemos querido reflexionar sobre el concepto de soberanía en la época moderna. En este último caso y en mi caso, que sé poco de cualquier cosa, habría buscado rápidamente artículos y autores que hablaran sobre este tema. Habría ojeado algunos, leído otros —seguramente, me habría personado en los juzgados para poner alguna denuncia por incitación al aburrimiento— y habría acabado por escribir un pequeño artículo sobre las ideas más luminosas con las que me hubiese topado. Sin embargo, con la Navidad es todo diferente. Ni todos los libros de espiritualidad ni de teología ni siquiera de vidas de santos —y mira que los hay buenos, os lo digo yo que tengo un máster en meapilismo— pueden sustituir la experiencia de adentrarse uno mismo en el Misterio.
Por eso, la Iglesia, que es madre y se sabe todo esto de memoria, nos propuso vivir el adviento como un tiempo de recogimiento y oración, como si fuésemos un Moisés que se descalza ante la presencia real de Dios. Probablemente mis colegas Toni Gallemí, Pablo Gasull y tantos otros que nos han regalado estos últimos días reflexiones maravillosas en torno a la Navidad atraparon al vuelo este consejo. Estoy segura de que sus palabras eran tan sólo el dictado de algo que había ocurrido previamente dentro de ellos mismos.
Por eso yo, que he estado distraída y algo atareada, no he sido capaz de hilar ni tan siquiera un par de ideas. Mis pensamientos no han podido rozar el misterio porque mi corazón no se ha parado a contemplarlo. Sin embargo, Dios siempre da segundas oportunidades —y terceras, cuartas, quintas…— y nunca es tarde para decidir vivir una Navidad silenciosa. No hablo de estar todo el día con cara de magistrado de luto, como diría un gran santo burgalés del siglo pasado. Hablo más bien de optar por retirarse de vez en cuando a la habitación interior y contemplar desde ahí lo que está ocurriendo fuera. Hablo de una Navidad tan llena de alegría como de Presencia. Unas semanas repletas al mismo tiempo de fiesta —no acabarás con nuestras Navidades, Pedrito— y de oración. Ojalá, a la vuelta haya acontecido algo que sea digno de contar. Aunque, ciertamente, elegiría dejar de escribir por el resto de mis días si esa fuese la condición para rezar de verdad.