En el principio era la nada y era ya la nada incluso antes del principio. Una oscuridad infinita cubría todo aquello imaginable, aunque entonces no hubiera nada que pudiera ser imaginado. Sin embargo, algo sucedió a partir de un hecho inexplicable, de un suceso al que podríamos referirnos como milagroso. Esa nada imperturbable dio a luz a un hombrecillo que por sus ropas diríamos que era pastor, pero un sencillo pastor porque no tenía ovejas y no sabía lo que eran. Qué situación tan poco creíble: este hombrecillo quedaba suspendido en el abismo de aquel lugar en el cual no podemos decir siquiera que existiera aquello que llamamos gravedad. Y aunque no podamos asegurar con certeza de qué lugar vino, por la dirección en la que asomaba su insignificante cabeza apareció algo semejante a una inmensa selva verde que cayó despacio a su alrededor, hasta el punto de verse él mismo sobre ella. No era una selva, sino el pasto recién salido de una mente privilegiada. En ese mismo instante, una especie de halo invisible rodeó aquel lugar delimitando su geografía a una esfera. El hombrecillo se erguía extraño y desubicado y reconoció que sus sentidos, algo entumecidos hasta el momento, comenzaban a despertar del profundo letargo en el que habían estado sumidos durante largo tiempo. Y entonces sospechó que él era.
Tras esa hierba que como fina lluvia había caído del Más Allá, se deslizó también un árbol y luego otro, cada uno distinto del anterior: pinos, abetos, chopos, ¡sauces! Qué bonitos eran. Y luego plantas y flores de todo tipo: rosas y tulipanes, amapolas, ¡margaritas! «Mis preferidas», pensó el pastor nada más verlas. También rocas y desniveles, y a lo lejos grandes montañas. Todos y cada uno de los elementos de la creación descendían ahora de una zona indistinguible, y de forma lógica pero desordenada ocupaban su lugar. Jamás hubo quien dijera el sitio correspondiente de cada cosa y, sin embargo, cada una de ellas ocupó su lugar ideal. Y tampoco nunca nadie pensó que aquellas cosas estaban equivocadas; sino que, más bien, formaban parte de un inmerecido regalo.
Luego fueron el día y la noche y el pastor sintió la calidez de los rayos calentando su piel y la luz de la luna lo llenaba de paz. Poco a poco, el pastor descubrió ese nuevo mundo tanteando sus rincones y dando nombre a las cosas que conocía, y las conocía en profundidad. Cada día que pasaba nuevos elementos caían del cielo con suavidad y perfección. Luego cayeron los animales y algunas construcciones humanas que el pastor reconoció como propias, no porque las hubiera hecho él, sino porque tenía la certeza de que a él iban destinadas. Todas aquellas cosas y demás seres parecían muertos en su descenso al mundo hasta el momento en que reposaban en el suelo, entonces, mágicamente, parecían inhalar aliento de vida y cobraban una vitalidad de la que carecían al principio. También nuevos hombres y mujeres aparecieron y se conocieron y no hubo nunca en sus ojos reflejo de ningún mal. «¿Será esto el principio de todo?», se preguntaba el pastor.
En alguno de aquellos misteriosos días, el pastor despertó con la alegría del que espera y presenció un suceso insólito e incomprensiblemente aterrador. En el cielo de aquel nuevo y bello mundo observó algo semejante a «una gran serpiente plateada, un reptil de cuerpo ondulante», pensó para sí el pastor, porque los había conocido y no concedía la posibilidad de cualquier otra cosa. De alguna forma el conocimiento y la razón empezaban a mostrar signos de apresamiento en él. La gran serpiente descendió despacio y, para mayor sorpresa del pastor, entre la rojiza y espesa neblina del amanecer, creyó vislumbrar unos enormes brazos que sujetaban la serpiente con cuidado hasta dejarla reposar en la prolongada hondonada que iba desde los valles de las montañas hasta un extraordinario y seco agujero. Cuando ya comenzaba a cundir el caos entre los pocos elegidos que allí vivían, aquello que parecía una serpiente y amenazaba a los habitantes del nuevo jardín no resultó ser lo que muchos creyeron. En el momento en que las manos de enormes dedos se desprendieron suavemente de aquel reptil sin vida, no se sabe muy bien cómo, aquello que parecía un peligroso animal se convirtió en un río y de allí mismo brotó agua y bajó caudalosamente de los picos hasta desembocar en aquel seco emplazamiento que el pastor no dudó en llamar mar. Los habitantes se acercaron al lugar y, atraídos por la curiosidad y el instinto, bebieron y al instante se sintieron renovados en fuerza y esperanza. El pastor se retiró del lugar algo confuso por el miedo que había sentido y se turbó al recordar que no tenía motivo para estarlo. Aquellas manos que vislumbró en el cielo le dieron paz y reconoció que se trataban de las manos de un protector, que es en la noche cuando es hermoso creer en la luz.
Como dos amantes enamorados, la luna y el sol bailaban y se seguían el uno al otro en la sucesión de los días. Y en aquel misterioso vaivén de luces y sombras, una estrella brilló en noche cerrada. El fulgor de la estrella invitaba a ser vista pero rehuía la contemplación, parecía decir que no era a ella sobre quien debían posarse los ojos, sino aquella oscura cueva sobre la que se suspendía. Fue por instinto, y removidos por el espíritu, que los habitantes de aquel nuevo jardín y el pastor marcharon hacia el lugar sobre el que resplandecía incansablemente la cometa. Caminaron felices y sonreían todos, recogían flores y alguno cargaba un pequeño cordero sobre los hombros. Acudieron alegres al lugar con presentes generosos y pensamientos nobles. A cada paso dado sus corazones se enardecían y quedaban anegados en una paz incontenible semejante a la locura: daban brincos y reían a carcajadas, porque nada revestía de la importancia que parecía merecer aquella imperturbable disposición interior. A pesar de que ellos todavía no lo sabían, su caminar era dichoso porque caminaban hacia una Persona, para luego caminar junto a Ella.
Se aproximaron al lugar y el júbilo menguó a medida que se acercaban más y más. El regocijo se atenuó para dar paso al silencio y a la meditación, pues en aquella sucia cueva que divisaban ya muy cerca de ellos se disimulaban los vigorosos cimientos de un templo y el halo envolvente era de santidad. Aunque había sido acomodada como un establo, la piedra parecía de mármol blanco y la madera de oro, y más radiantes que todos los minerales existentes, en el centro, descansaban, recibían y atendían agradecidos un padre, una Madre y un Niño. Y en el pastor el tiempo se detuvo.
Aquel abismo que el pastor experimentó tiempo atrás volvió. Toda la creación había desaparecido para él excepto el Niño con el que se encontraba ahora frente a frente, como el hijo ante el Padre o la criatura ante el Creador. Y el Niño miraba curioso todo aquello que el pastor no veía, mas vio el pastor compungido, cuando el Niño fijó su mirada en él, el universo entero en los ojos del Nacido; en Su pupila un destello contenía la Creación entera, los árboles y las flores, los valles y animales; y, por encima de cualquier cosa, todos los hombres de aquel nuevo y bello jardín junto a sus dolores y alegrías, y sus miedos y deseos, y sus anhelos e incertidumbres. Todo en Él cobraba sentido y la universalidad era nada en comparación con Su grandeza. En Él todo era y también sería como es ahora, tantos años después para ti y para mí. Y la escena fugaz del pastor conmovido por aquel Niño permanece hoy, inmóvil, impertérrita y muy viva, en la memoria de todos los hijos. De esta entrañable imagen nos despedimos y nos alejamos físicamente, mas no en espíritu.
El pastor se vuelve cada vez más pequeño y el establo apenas es perceptible desde las alturas; las montañas y hondonadas ya no son más que bajos relieves. En el salón de su casa, una madre y un hijo participan juntos en la construcción del Belén. Y el niño dispone de su figurita favorita: un pastor; y la madre distribuye pequeñas parcelas de musgo sobre la mesita y luego arbolitos y florecillas; y luego el niño reparte algunas piedrecitas al azar. Instalan también unas lucecitas y de las cajas sacan animales que reparten estratégicamente sobre el terreno junto a algunas casitas. Y, más tarde, disponen a los pastorcillos y labradores en una misma dirección. Madre y niño ya casi han terminado el Belén, pero echan de menos un río, utilizan papel de aluminio y le dan una forma sinuosa, desde las montañas hasta el mar. Finalmente instalan un pequeño establo y, sobre ellos, un ángel que guía a las figuritas al Nacimiento de un Niño que duerme alegre junto a sus padres. Y el Niño duerme y sueña que todo es real.