En cada casa siempre hay una mente pensante que arroja contradicción a las conversaciones diarias, alguien que, por divagar sobre nimiedades y formular teorías impredecibles acerca de temas trascendentales, tambalea nuestras convicciones y regala la chispa necesaria con la que prender las conversaciones y los debates que posan la comida. En La Iberia tenemos a nuestro filósofo de confianza, don Dimas Garay. Como buen pensador, Dimas nos regaló hace algunas semanas unas líneas en las que abordaba, desde un intercambio de pareceres entre amigos, un debate acerca de las medias naranjas, del plan de Dios para cada uno en lo que al amor respecta y de la predestinación de dos almas a compartir el resto de sus vidas. ¡Casi nada!
En aquellas líneas, Dimas recogió los diferentes puntos de vista de los que en la referida conversación intervinieron —efectivamente, tenemos envidia de semejante sobremesa—, apuntalando el sugerente debate entre libertad individual e intervención divina. Como uno no es filósofo ni alcanza, por descontado, los niveles reflexivos de mi compañero, tras leer aquellas líneas me quedé —no sé si por pereza de pensamiento o por una capacidad comprensiva mermada tras el fin de semana— con la sentencia final con la que el profesor Garay remataba su intervención por aquel entonces. Dice así: «tampoco importa mucho si Dios la elige antes o después. Lo importante para nosotros sigue siendo acertar. Antes y, sobre todo, durante el matrimonio». Y sobre eso del acierto quería hablar yo hoy.
Siempre he creído que una de las pruebas más evidentes de la existencia de Dios es que, entre tanto caos, dos personas sean capaces de amarse, porque demuestra que lo bueno que sucede en este mundo alberga una magnitud que nos es imposible alcanzar desde nuestra simple condición humana. Por eso, para que así pase, desde arriba también se nos pide algo. Dios tiene suficiente trabajo en el mundo como para que le exijamos un alma gemela, así que propongo quitarle algo de carga laboral y que seamos nosotros quienes acertemos en esa elección. Me hago partidario de eso de «El hombre teje y Dios sella» que sale acertadamente de una boca ajena y Dimas recoge en sus líneas. Si bien, prefiero darle la vuelta al enunciado e invertir el orden del ejercicio: Dios interviene primero, a nosotros nos corresponde el resto. No podemos dejárselo todo a Dios. Ojo, no por incapacidad divina, sino más bien por aquello de involucrarse en las cuestiones humanas que se han pensado precisamente para nosotros desde arriba.
La intervención divina es lo primero, un empujón con el que echar a andar y a partir del cual tendremos que responder estando a la altura. Dios da el primer paso —que es realmente lo difícil— y pone sobre la tierra algo de su perfecta creación en forma humana, regala a nuestra existencia un igual con el que poder compartirlo todo. Y a nosotros, nos corresponde hallar a esa persona y dar forma a un proyecto compartido, esto es, aportar a lo divino lo humano ¿Enserio vamos a pedir al cielo que propicie de nuevo con su intervención la esperada y predestinada unión entre ambas almas? Algo nos tocará también a nosotros, creo yo. Defiendo la necesidad de una labor de artesanía humana. Dios nos hace el mayor regalo posible, su divina creación, un obsequio que, como dice el Génesis, tiene algo de Él mismo: «Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, creó al varón y a la mujer». ¡Y pedimos todavía más!
Hemos de recibir ese regalo divino, pero primero hay que encontrarlo para después construirlo. Y ambas labores nos corresponden. Se nos regalan —y bendecidas— las piezas recién salidas de fábrica, y es a nosotros a quienes nos toca asumir la labor del alfarero para dar una forma concreta al barro, algo que nos permita construir una tinaja compartida. En esto del amor, Dios es la denominación de origen y nosotros los vendimiadores a los que les toca trabajar el producto. Así, el vino —amor— no es más que el resultado de nuestro trabajo a partir de una materia prima que viene del cielo. Debemos tejer la urdimbre con los hilos que nos han cedido, hacerlos encajar y anudarlos como buenamente podamos. Hemos de hacer, durante nuestro andar, que dos mitades de formas irregulares que ni encajan ni han estado antes juntas, sean capaces de dar vida a un común compartido con Dios, y eso nos atañe únicamente a nosotros, pues no hay culminación de la obra del amor sin algo de perfección divina que toma la mano de la imperfección humana.
Decía Dimas —y con eso se quedó uno— que lo importante seguía siendo acertar, y yo me voy a tomar la licencia de añadir aquí que el acierto no es algo que podamos fiar enteramente a Dios con tal de recibir una dicha o una bendición que haga más liviano el peso de la responsabilidad sobre nuestros hombros. Aquello de «pedid y se os dará» no equivale a «os lo daré todo hecho». A veces nos desocupamos de lo que nos concierne y correremos el riesgo entonces de naufragar permanentemente en un ruego comodón. Miramos al cielo esperando una intervención que nos empuje de golpe hacia nuestra media naranja en vez de decidirnos a encajar con alguna. Que de eso es de lo que se trata, de decidir. Quedamos atrapados en aquello que canta Robe, «ojalá que me la encuentra ya entre tantas flores», pero nos olvidamos de plantar, regar y cuidar a las amapolas, porque solamente queremos ver los pétalos.
Con esto del querer nos pasa algo parecido. Perseguimos el sentir —que es lo bonito— y nos olvidamos de decidir. Hay más de Dios en la decisión diaria de elegir a la misma persona que lo pasajero de un sentimiento, pues en el trabajo cotidiano del querer, las renuncias y el cuidado se hace mucho la voluntad de Dios. Queremos sentimientos a toda costa y en todo momento, pues confiamos en que Dios debe mantener ese amor cuando es Él mismo quien lo ha elegido para nosotros. No hay medias naranjas, hay semillas que, si se riegan y se cuidan, crecen a la par. Sí podemos, claro está, pedir alguna ayuda desde arriba para no desesperar, pero sin que ello implique ausentarse de nuestra labor diaria. Nuestro cometido es acertar, y el acierto requiere, en ocasiones, de la tozudez humana. Dios no va a acertar por nosotros, entre otras cosas porque no le corresponde, somos nosotros quienes debemos llegar al acierto con voluntad de escoger bien, y para elegir bien debemos hacerlo todos los días.
Él ya ha intervenido, ya ha concebido una obra hecha a su imagen y semejanza, ahora nos toca a nosotros, como apuntala Dimas «hacer que esa persona sea el hombre o la mujer de tu vida, aquí y ahora». Es esa la parte del trabajo que a nosotros nos toca acometer. Acertar no es sentir, acertar es decidirse todos los días a regar la misma planta, aunque no siempre florezca. Se acierta cuando se toma la decisión diaria de quererse, y aquí Dios no puede intervenir. Esto va más encaminado a conseguir eso que defiende algún amigo de Dimas por ahí: hacer que esto sea una fiesta hasta que llegue la muerte. Debemos asumir la parte del trabajo que nos corresponde, porque lo que se nos da es más que suficiente y lo que se nos pide en toda forma gratificante. No importa si dios la elige antes o después, como sostiene Dimas, importa que seas tú quien la sigas eligiendo.