La escena podría transcurrir en cualquier bar —esas fogatas cuyas chiribitas imantan a los estudiantes—.
«Entonces tú hacías…».
«Ingeniería de telecomunicaciones. ¿Y tú que estás estudiando?».
«Antropología».
«Ah… ¿es por cultura y eso, porque te gusta?».
«Bueno: gustarme me gusta, claro. Pero no sé si entiendo tu pregunta».
«Quiero decir que no sé cuánta gente trabaja en eso y… ¿serás profesor o tienes un plan alternativo?».
Lo más relevante de este intercambio verbal estará seguramente en el lenguaje corporal y en las miradas: una parte rezumará superioridad moral y bravuconería, y la otra, por desgracia, apocamiento y vergüenza. Un puñado de veces presencié este baile de sometimiento y poderío —esta oda a la condescendencia—, y siempre sufrí en silencio por el humanista atropellado de turno, porque no soy de los que irrumpen en conversaciones ajenas. Pero ahora puedo hacerlo por escrito: hora es de quebrar un puñado de tópicos sobre la utilidad, lo razonable cuando se estudia, y quién y cómo contribuye a la sociedad en mayor medida.
Empecemos por desgranar los saberes, haciendo una triple clasificación: los que sirven, las artes y las humanidades.
Los saberes que sirven (es decir, etimológicamente esclavos), como la ingeniería, la economía, la fontanería o la dirección de empresas, contribuyen a la subsistencia y bienestar del género humano. Su fin es atender a las necesidades de los vivientes. Son necesarios, invadeables, nada que objetar al respecto.
Las artes existen para que el hombre se sienta y se disfrute, esto es, hay arte porque el hombre aspira a algo más que a seguir respirando. A Confucio le preguntaron en cierta ocasión a qué venía su diaria costumbre de adquirir arroz y flores. «Compro arroz para vivir y flores para tener una razón para vivir», fue su respuesta. Por eso hay escultores, y no solo arquitectos y albañiles. Visto con perspectiva, y excluyendo situaciones de urgencia, el arte es trascendental, porque el ser humano es el único ser vivo que decide si quiere o no vivir y el único que expande su aquí y ahora hasta otras latitudes.
Las humanidades están para que el humano se entienda, de ahí que sean esenciales. Antropólogos, filósofos e historiadores cumplen la esencial tarea de que el hombre entienda lo que necesita y las razones por las que finalmente vive. Sin humanidades la especie humana deambularía ciega y rabiosa como un zombi; puesto que la antroposfera se sustenta inexcusablemente sobre las relaciones interpersonales y en función de cómo convivan los grupos humanos, también sería, sin estas (aún más) violenta. De Sócrates-Platón es la afirmación de que una vida no reflexionada no merece la pena vivirse. Es mucho más que eso: si el género humano vive sin comprenderse terminará en la cuneta con el cuello partido. Y no hay nada que apunte a que hemos llegado a un tope de pensamiento tal que podamos reírnos de quienes, menuda extravagancia, consagran hoy su vida al estudio de lo humano.
Palo Alto, California. Sala repleta de mujeres entre los treinta y los cuarenta tomando algo en un restaurante de moda. La velada la patrocina y comanda una empresa llamada Frozen eggs, que intenta explicar las ventajas de la congelación de óvulos. Las mujeres de la sala son profesionales de «alta cualificación» y excelentemente pagadas. La mayoría no tiene pareja y ni sabe cuándo la tendrá. Aclaro que no es obligatorio; me quedo con lo que denota. Lo que esta gente expresa y trasluce (esta gente de saberes que sirven y nóminas abultadas y una vida glamurosa) es una intensa soledad; el tipo de soledad que no palían los compañeros de trabajo ni las citas en serie y ni siquiera el sexo o las aficiones compartidas.
Segundo corte: en California, miles de «sin techo» hacinan sus sueños rotos en lo que es la otra cara de uno de los lugares, más prósperos del mundo, allá donde Apple o Google han forjado su leyenda. A poca distancia de donde la tecnología de hoy y del mañana se materializa, hay gente que no tiene dónde vivir y apenas qué comer, demostrando fehacientemente que una cosa es predicar (todas estas ultratecnológicas firmas nos prometen que salvarán el mundo) y otra dar trigo. Y que toda idea del mundo que incluya gente sin acceso a sanidad, alimento o techo es una majadería.
Estos sinsentidos, sangrantes y obscenos, pasan y seguirán pasando a tasa creciente en tanto no nos esforcemos por desarbolarlos. Para ese afán necesitamos a los humanistas. No estamos sobrados de entendimiento sobre lo humano; al contrario. Conforme más chavales denuestan esta clase de estudios, nos vamos quedando huérfanos de reflexión que ayude a solucionar nuestros problemas, medianos o grandes. Demasiada gente corre y demasiada poca dialoga y templa. Si no lo corregimos, esto no saldrá bien. El mundo que se va perfilando se aleja más y más del ideal justo y sano al que todos aspiraríamos si, como nos hace imaginar Rawls, no supiésemos el resultado de la lotería genética y social que nos entregará un boleto u otro en nuestra existencia.
Las humanidades salvarán el mundo, porque solo nos salvará comprendernos, y querernos: de la proporción de humanistas dependerá que haya un futuro que merezca la pena conservar. Los sociólogos y los filólogos contribuyen decisivamente a saber quiénes somos y qué versión de nosotros mismos nos conviene impulsar. Por añadidura, todo humanista se ve abocado a amar lo humano (si hace honor a su campo, por supuesto), y si la especie no se quiere lo suficiente, acabará por sucumbir. Nada de esto suele constarles a los ingenieros, pero el problema es suyo; si no lo remediamos, terminará siendo problema de todos.
Resumiendo, las humanidades contribuyen a hacerte una persona de verdad, por resultar decisivas para el desarrollo de esa maravilla personal insustituible que llamamos criterio o juicio personal, y por contribuir a que otros desarrollen el suyo. Sirve aquí la intervención de Will Hunting-Matt Damon, que le explicaba al «Clon de Michael Bolton» cómo era eso de tener ideas propias y devenir un ser humano genuino, y cuánto importaba.
De vuelta al bar, y si hemos raptado a nuestro acogotado humanista para leerle este artículo, devolviéndolo después al centro de la escena, quizás hayamos conseguido que recuerde por qué no tiene que aguantar impertinencias ni que le perdonen la vida. Sí, es lo que me gusta imaginarme: que se sabe ya un baluarte de la civilización y que educadamente le dirá al tecnólogo: «Está muy bien lo que haces por este mundo; te lo agradezco de veras, y espero que no te moleste si entretanto yo me dedico a tratar de construir su mejor versión en función de lo que realmente son los seres humanos».