Equivocarse jode, claro. No tanto por el hecho de meter la pata sino por la expectativa que uno defrauda frente a los demás y, especialmente, sobre uno mismo, siendo consciente de haberse alejado de una versión propia que, estando ahí, no se ha regalado a quienes quiere, algo imperdonable. Equivocarse jode incluso aunque a veces tratemos de trasladar nuestros propios errores sobre el resto, haciéndoles sentir culpa sin ser, en absoluto, culpables. Uno debe aspirar siempre a entregar a los demás lo mejor de sí mismo en cada una de las facetas humanas y, caray, qué complicado es esto. Abrazar la opción de poner esmero en el buen hacer de cada pequeña cosa que desempeñamos, ser el mejor amigo, el mejor hermano, el mejor hijo, un gran nieto, un esposo entrañable o un novio genial es complicado desde que nos metemos de lleno en la montaña rusa de lo cotidiano que nos hace funcionar, casi siempre, como máquinas de lo ordinario.
Esperamos las pequeñas pausas que aparecen casi como un oasis en nuestra vida desértica para hacer bien las cosas, en lugar de inmiscuirnos y bucear en la dinámica irrefrenable del mundo para, una vez dentro y siendo parte del frenesí, humanizar nuestras actuaciones diarias, esto es, dar respuesta a aquello para lo que se nos llama: entregarse al otro en un nuevo día que abre posibilidades de ser, ahora sí, el mejor hombro sobre el que apoyarse o el consuelo de una mano que agarrar durante el paseo. No alargamos los besos que damos hasta que no se pone en rojo el semáforo, y es la misma luz roja la que marca cuando el beso cumple su tiempo al ponerse en verde y permitirnos la marcha. ¿Por qué esperamos a que pare lo de fuera para dedicarle tiempo, entonces sí, a las cosas más importantes? ¿Por qué no lo paramos nosotros? ¿Por qué no nos abstraemos y dejamos al mundo continuar con su histérico andar? ¿Por qué no seguir con ese mundo también pero, esta vez, después de un beso sin tiempos?
Te equivocas cuando no devuelves una sonrisa que te ha sido regalada, te equivocas cuando no engañas al segundero para robarle un ratito más a ese abrazo prestado, te equivocas, y no por la falta hacia los demás, si no por la falta hacia ti mismo, al saberte traicionado por alejarte de un regalo propio que dar, merecida y generosamente, a los demás. A nadie le gusta cometer errores, pero ¡ay!, somos hombres y como tal, viviendo en perfecta imperfección, nos vemos condenados a naufragar, una y otra vez, en la peligrosa huida del acierto. Como en todo, algunos pisan con menos asiduidad que otros el pedregoso camino de la imprecisión, pero la reincidencia es aquí sinónimo de aprendizaje. O así lo dicen al menos los manuales de psicología resiliente, ¿no?
Por descontado que equivocarse no lleva a nadie de forma mágica a percibir una verdad revelada ni a transformar, a partir de una moraleja aprendida, sus formas de vida de la noche a la mañana, en tanto en cuanto uno puede errar de forma incesante, incluso sobre el mismo sujeto o predicado, sin ser capaz de adquirir ningún conocimiento al respecto o, lo que es peor, sin decidirse a enmendar el error, que es de lo que se trata. Lo que sí es cierto es que la habitualidad en ese camino de la equivocación lleva a un aparente desbroce de la maleza que, de hacerse con la debida diligencia, puede quizás allanar senderos venideros.
El error nos brinda la posibilidad de aceptar un compromiso, el de reparar, que tiene mucho de divino y poco de humano, y que resulta en cierta medida acorde nuestro tiempo. Reparar algo bueno que se ha visto dolido por un desliz que tiene, esta vez, todo de humano y nada de divino. Dios nos entrega, hace una entrega indisoluble, confeccionando nuestra condición humana —que lleva implícita el error—, para brindarnos a la vez la posibilidad de replicar algo de él sobre nosotros para con los demás, cuidando lo que se ha descuidado y perdonando a quien ofrece su perdón, sin que ese perdón implique una aceptación infinita del daño causado, sino el acompañamiento y la ayuda en la tarea encargada, la de reparar. Y aquí tengo que parafrasear a mi amigo Manuel de Toro cuando defendió aquel perdón que «no exima de los errores, sino un perdón que espolee al prójimo. Que sea impulso para que la otra persona siga perseverando en su lucha interior y que sea comprensivo con ella (…). En el perdón se fundamenta el verdadero amor, aquel que ni cansa ni se cansa. Sólo ama quien conoce, y quien perdona».
Errar es humano, pero ser hombre no es justificación para el error. No al menos debe ser ese el punto de partida, pues abriríamos la puerta a la conversión de la condición humana en un salvoconducto para acometer cualquier fechoría imaginable. Hace poco se viralizó en TikTok —espero que no me juzguen por tener esa red social— un vídeo en el que se mostraban dos imágenes colindantes de un paisaje maravilloso y espectacular, uno de esos que valen para que algún spinozista suelte un sermón intensito acerca la existencia de Dios. Junto a las dos fotografías, se acompañaba un texto que decía algo así como «el mundo antes y después de que te equivoques». La intención parece clara, restar importancia a tus fallos porque, hagas lo que hagas, al mundo le importa relativamente poco el grado de intensidad del patinazo que cometas.
Claro, uno lo piensa y algo de razón tiene. Al resto del mundo le importa poco que la líes o que te equivoques, pero a mi mundo o a tú mundo, no. Y cito de nuevo a Manuel, porque «conocer también implica saber los defectos, además de sus virtudes, y este conocimiento, en la mayoría de veces, nos llega porque lo sufrimos». Cuando uno se equivoca, la transcendencia de su error no se mide por el crecimiento del nivel del mar que su lío provoque o por la incidencia que su error tenga sobre la capa de ozono, que es nula, sino por el impacto inmediato que la equivocación cometida tiene sobre su realidad, esto es, sobre sus semejantes más cercanos.
Santo Tomás nos diría que el error aleja muchas veces de la verdad, y tiene razón. La equivocación propia nos lleva a la distorsión de la verdad, la niebla del error enturbia lo bueno desde nuestra mirada y también desde la de los demás. El equivalente a eso que dice el Evangelio de «la verdad os hará libres», es algo así como el «error os alejará de la verdad y, por tanto, de la libertad». Decía Chesterton que «el hombre libre es aquel que ve el error con la misma claridad que la verdad», siendo eso último lo complicado para nosotros, saber ver la equivocación sin dejar, por ello, de ver las cosas buenas que hubo, hay y puede seguir habiendo después de nuestros fallos.
Y caramba, aquí uno no puede más que pedir que aquellos que estén ahí cuando la líe, esos que padecen nuestras imperfecciones y sufren nuestras meteduras de pata, se decidan entonces con el mismo arrojo a entregarnos la mejor versión de sí mismos. Necesitamos a alguien que comprenda, con su cercanía y compromiso, el patinazo. Alguien que esté, a fin de cuentas, más comprometido entonces que antes, y que nos preste algo de pegamento para recomponer, juntos, lo que hemos tambaleado con nuestra diversión por tender al error. Todos queremos a alguien que se mire en nuestro espejo cuando le hablemos de nosotros, consciente, eso sí, de que haríamos lo mismo por él, sin que sea necesario que le demostremos, con un salto de fe, que cuando las tornas cambien seremos entonces nosotros los que acompañemos en su tormenta.
Parece que el éxito a alcanzar con los demás reside no tanto en la virtuosidad y el buen hacer de cada uno, pues todos estamos marcados por la condición imperfecta del hombre que nos lleva —a algunos más que a otros— al error permanente; sino en la capacidad que uno tenga para enmendar lo propio y aprovechar una nueva oportunidad de hacer las cosas bien, en la voluntad de entregarse y pelear por lo que se quiere mantener, pues se sabe bueno a pesar de todo. Debemos ser ese alguien que nos gustaría tener cerca en el momento de equivocarnos; alguien, en definitiva, que persista en la pelea de que las cosas marchen bien antes incluso de que nuestro error manche nada, y que se entregue con arrojo cuando nuestras equivocaciones mermen su cercana disposición. En el intento de que las cosas vayan bien, aunque todavía uno no se haya equivocado, está la obra de Dios hecha por quien, sabiéndose débil y torpe, decide reparar y conservar, pues hay siempre algo por lo que sostenerse con quien queremos.