Se me van cayendo estas líneas desde el escritorio caliente de casa, con la trufa húmeda de mi perra cerca y con las voces de mis padres por el pasillo. Como en tantos anuncios y películas que hemos visto a lo largo de nuestras vidas, he vivido por primera vez en persona lo que es llegar a casa por Navidad. Como el turrón, que me decía mi madre por el manos libres cuándo, junto a decenas de coches que buscaban su hogar, cruzaba la frontera de la A-31 que une Madrid con la Mancha, y que da a parar a nuestro mar de toda la vida.

En cuestión de horas, de días, el ritual de abrazos y besos, de películas y villancicos, de brindis y comidas, de reencuentros y sonrisas hará que se nos pasen en un suspiro estos días tan especiales, pero conviene detenerse —pues enero se antoja frío y gris— en apreciar tanto en lo espiritual como también en lo más mundano, la felicidad que se nos es dada en estas fechas tan entrañables.

Algo se pudo palpar cuándo en el puente de la Inmaculada, en los callejones de Jerez de la Frontera, tras ganar la barra y pedir con unos amigos unas botellas (más) de Cream, los gitanos cantaban entre hogueras, palmas, y vino a la Virgen María, la madre de Dios. Una sensación similar con la que me topé en una animada y caliente Bodega la Ardosa, en pleno tsunami madrileño de diciembre, donde entre la bulla y marea de personal, alegre, risueño y voceador, se abrió paso una niña rubia con su pandereta a pedir el aguinaldo mientras cantaba un villancico.

Un simple traqueteo de maletas en una estación estos días es un pequeño cuento de Navidad, solo hay que afinar la vista, pues están en todas partes. En cualquier salón puede haber alguna familia sufriendo de frío y angustia con George Bailey en Bedford Falls, desconociendo que finalmente acabará por conocer la esperanza más pura y cercana junto a un ángel de la guarda simpático y con alas.

Alguien vio esta mañana salir de una juguetería a unas monjitas muy apuradas, los viejos relatos de Dickens se venden en librerías atestadas en ediciones modernas y renovadas, a mi novia le dio un poco de vergüenza que me pusiese a buscar a Chencho en la Plaza Mayor de Madrid y volviendo a comer a casa, me he encontrado con una furgoneta aparcada, espantosa y cochambrosa, en cuya radio estaba sonando Los Peces en el Rio.

«Dejémonos sorprender, iluminar por la Estrella que ha inundado de alegría el universo», dijo el añorado teólogo alemán. Y como si fuese un deber, cuando es todo lo contrario, se nos resulta necesario reivindicar más que nunca la Navidad. Refrendándola con nuestra alegría y forma de ser, con nuestro ruido y jaleo, con nuestro sello ibérico que tanto tropieza, pero más se redime. Cantándole a María, como los gitanos de Jerez y con la mirada inocente de la niña rubia que nos sacó a todos del vaso del vermú en el canto de su villancico.

Es cuestión de un día, decía, que estemos como Tintín en su icónica viñeta, camino a conocer la Luz de la noche del mundo. Aprovechemos las horas previas, tanto en nuestra conciencia como a nuestro alrededor, para ponernos guapos y estar en forma, pues no hay fecha más entrañable y luminosa que la que estamos a punto de vivir.

Mis mejores deseos a todos.

¡Feliz Navidad!