¿Sirve para pensar o debatir la IA?

Un argumento decente sobre si la IA generativa nos ayuda a pensar mejor o, por el contrario, hace que perdamos capacidad reflexiva

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Ha entrado la IA generativa en los debates —Grok por el camino facilón y directo, ChatGPT por una vía algo más elaborada, y hay vida más allá de estas dos, las más populares— y, como siempre que hay novedad, hay jaleo: algunos lo consideran un incontestable avance y otros la mismísima ruina de la dialéctica. Como suele ocurrir con las posiciones extremas, ambas son erróneas; voy a tratar de justificar mi punto de vista y de elaborar un argumento decente sobre si la IA generativa nos ayuda a pensar mejor o, por el contrario, hace que perdamos capacidad reflexiva. Para hacerlo, dejaré en esta ocasión de lado los muchos sesgos y torpezas que denotan estas tecnologías. Este es otro asunto que no va a afectar al meollo de lo que cuento; que sea, en este artículo, un asterisco, un asterisco no ingenuo, pues no hay por qué pensar que a medida que la tecnología avance estos sesgos se depuren —todo dependerá de quién pague—.

Hay cuestiones que cuesta tratar en redes sociales porque implican explicar antes muchas cosas, y para esto es providencial la IA generativa (la IA a secas en lo que sigue). Si alguien habla de un autor o de un concepto bien establecido de cualquier saber (filosofía, biología o física, por ejemplo) y parece perdido en cuanto a sus posicionamientos básicos, uno tiene dos opciones: construir una veintena de buenos tuits y regalar una hora de trabajo o servirse de ChatGPT para que haga el trabajo. Servidor, que intenta honrar su deber de debatir cuando alguien de buena fe se lo pide, ha llegado un punto en que trabajar gratis le resulta antiprofesional y por lo tanto dudosamente ético, de modo que servirse de la tecnología para que le asista en una parte básica de su argumentación le parece valioso.

Pondré un ejemplo particular para que se entienda lo que planteo. En un reciente debate en X sobre el determinismo y el libre albedrío, la persona con la que dialogaba afirmó que «la mayoría de los filósofos eran deterministas». Para rebatir esto, yo necesitaría bastantes palabras e incluso horas; en cambio, había una manera suficiente de despachar una afirmación que sabía disparatada, y era planteársela tal cual a ChatGPT y pedirle que me hiciera una lista con los diez filósofos más destacados que sostuviesen que existe el libre albedrío y otra con los que dijesen lo contrario. La verdad no se vota, y por lo tanto al hacer esto y compartir el resultado con mi interlocutor no pretendía dirimir la cuestión de fondo (¿existe el libre albedrío?), sino refutar esa mayoría que él se había inventado. A continuación, mi interlocutor cambió su versión a «los filósofos actuales» y me adjuntó a su vez un pantallazo en el que la misma herramienta describía el relativo consenso existente en cuanto al «involuntarismo doxástico». Ahora bien, lo que esta teoría sostiene es que no elegimos nuestras creencias en el corto plazo; hay un consenso en que las creencias no se eligen de inmediato y que tenemos un control limitado sobre lo que creemos. Eso es lo que dice el involuntarismo doxástico, y de ningún modo que las creencias no se elijan; las creencias se eligen en el largo plazo, en función de con quién nos juntamos, a qué nos consagramos y el resto de formas que tenemos de ejercer nuestra voluntad; es sencillamente falso que el involuntarismo doxástico tenga por corolario el determinismo. De nuevo, desarrollar todo esto me hubiera llevado mucho tiempo, con cero provecho para mí mismo —que ya me lo sabía— y para mi interlocutor, que pudo leer la explicación aséptica y ordenadamente preparada por el haz de algoritmos y entender, de haber querido, que estaba equivocado.

El párrafo anterior es un ejemplo entre los muchos que me hacen pensar que esta tecnología puede acelerar y dar fuste a muchas conversaciones, cuando se la emplea de buena fe y quienes la usan saben qué preguntan. Y claro que los riesgos son múltiples, por ejemplo, automatizar los debates hasta el punto de que no haya una inteligencia que conversa con otra, sino algo así como dos dueños de perros que echan a pelear a sus respectivas IA. Ésta, como toda herramienta, hay que saber y querer usarla partiendo de un compromiso con la verdad indeclinable, éste: añadir verdad a nuestros juicios es un empeño colaborativo y debatir para vencer es cosa de niñatos.

Cuestión distinta es usar la IA para que «sancione lo cierto». Esta estrategia es una bobada, salvo para esclarecer hechos concretos y cuestiones simples. Sostener que un argumento medianamente complejo «es cierto» porque así lo determinan Grok o ChatGPT resulta infantil, es hacer algo parecido a cuando nuestros hijos pequeños nos decían que algo era cierto «porque lo dice internet». Quienes utilizan esta tecnología tan útil como limitada para «dar jaque mate» se retratan como conversadores vagos y dignos de toda sospecha. Y eso sin contar a los muchos jóvenes y no tan jóvenes que la están empleando para hacer un uso «oracular», preguntándole cuestiones tan personales como la veracidad de ciertos afectos o pidiéndole nada menos que dictámenes psicológicos. Aquí hay, en todo caso, una reflexión sobre la soledad y la falta de recursos mentales que sobrepasa lo que cabe en este artículo.

Hay una bonita escena en Capitán América en la que el doctor Abraham Erskine, científico que escapó de las garras nazis para tratar de ofrecer su poderosa ciencia para sus mejores usos, le explica a Steve Rogers por qué fue elegido para recibir el milagroso suero y convertirse en un ser mejorado: porque aquella mezcla de biotecnología, genética y bioquímica no actuaba sino como un amplificador, tanto de lo bueno como de lo malo, y tenían que estar seguros de que lo recibiera una persona como él, un ser humano decente. Está ocurriendo lo mismo con la IA, que está haciendo más listos a los listos y más tontos a los tontos.

Una nota final sobre el uso de IA generativa para redactar textos que abordan cuestiones complejas. Hemos dicho que esta tecnología es muy buena para definir conceptos científicos, filosóficos o similares plenamente establecidos y que también hace buenos resúmenes de las posturas esenciales de los autores. Pero es notablemente mala a la hora de explicar dilemas de enjundia, especialmente si tienen cierta profundidad filosófica. Veo a demasiado periodista, influencer o sencillamente usuario venido arriba metiéndose en cuestiones, por ejemplo, morales, para las que carecen de la preparación mínima necesaria. Yo sé que la ética, por ser la trama misma de nuestras vidas, invita a que cualquiera se anime a opinar, lo cual es bueno; pero resulta desagradable ver a algunos acudir a la IA para que aborde lo que esta no puede abordar para después vestirlo de reflexión propia, extendida y sesuda. Hagamos un uso consecuente con estas fortalezas y debilidades de esta tecnología, que no alcanza para determinar en qué consiste la vida buena, ni para hacer análisis suficientes ni para zanjar ningún dilema, y recordemos lo que Victor Hugo escribe en Los miserables:

«Escribir el poema de la conciencia humana, aunque sea a propósito del hombre más insignificante, sería unir, fundir todas las epopeyas en una sola grandiosa y completa. La conciencia es el caos de las quimeras, de las ambiciones, de las tentativas; el horno de los delirios, el antro de las ideas vergonzosas, el pandemónium de los sofismas, el campo de batalla de las pasiones. Si a ciertas horas penetrásemos a través de la faz lívida de un ser humano que reflexiona; si mirásemos detrás de aquella faz, en aquella alma, en aquella oscuridad, descubriríamos bajo el silencio exterior combates de gigantes como en Homero, peleas de dragones y de hidras, y nubes de fantasmas como en Milton, espirales visionarias como en Dante. No hay nada más sombrío que este infinito que lleva el hombre dentro de sí, y al cual refiere con desesperación su voluntad y las acciones de su vida».

No le pidamos a la IA que haga las veces de una conciencia ni que desgrane la complejidad de otras conciencias, porque ni puede ni podrá hacer eso.

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