La ternura como rebeldía

La única revolución que dura es la de los que aman con miedo, pero aman igual

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No hay revolución más callada que la de los que tratan con cuidado. Los que dudan antes de hablar, los que bajan la voz para no herir, los que creen que la gentileza es una forma de inteligencia. En un tiempo que confunde el ruido con la firmeza y la frialdad con el talento, la ternura se ha vuelto casi un acto político. Un gesto de resistencia frente a la aspereza del mundo.

Ahí están Jean-René y Angélique, los protagonistas de Tímidos anónimos, intentando enamorarse sin morir del susto. Dos adultos que se comportan como si el amor fuera una selva peligrosa, y no un refugio. Él dirige una pequeña fábrica de chocolate, ella es una virtuosa chocolatera incapaz de presentarse sin tartamudear. Los dos se esconden detrás de la dulzura literal del cacao, como si esa materia frágil y cálida pudiera protegerlos de la intemperie emocional. No hay nada heroico en su historia según los estándares modernos, y sin embargo hay una heroicidad secreta en cada paso torpe, en cada intento de no huir.

Lo que en otros serían defectos (la timidez, la hipersensibilidad, el miedo a fallar) en ellos se convierte en un lenguaje. Tímidos anónimos es una comedia romántica, sí, pero también un manifiesto de humanidad en miniatura: reivindica a quienes viven en voz baja. A los que tiemblan, pero aún así se presentan.

Esa misma ternura rebelde la encarnó, décadas antes, James Stewart. Con su aire desgarbado y su voz un poco insegura fue, durante años, el caballero más decente de Hollywood. No por sus trajes, ni por sus papeles de héroe, sino por una cualidad moral que apenas se ve ya: la capacidad de mirar al otro con bondad. En Qué bello es vivir o El hombre que mató a Liberty Valance, Stewart parecía no actuar, sino recordar. Recordar que ser bueno no era una ingenuidad, sino un riesgo. El riesgo de que te tomen por débil, de que te pasen por encima, de que la ternura te deje a la intemperie.

Pero él seguía ahí, fiel a una ética sencilla y profunda: el coraje del que no levanta la voz. Stewart nunca fue un seductor de manual ni un héroe musculoso. Era el hombre que se sonrojaba, el que dudaba antes de disparar, el que pedía perdón aunque tuviera razón. Y por eso —precisamente por eso— resultaba tan difícil no creerle. Su rostro decía lo que la época entera necesitaba escuchar: que todavía quedaban hombres buenos, y que la decencia podía ser emocionante.

Jean-René podría ser un primo francés de James Stewart. Comparten esa torpeza que desarma, esa incapacidad de fingir seguridad. Ambos parecen perdidos en un mundo que premia lo contrario a lo que son. Pero donde otros pondrían impostura, ellos ponen verdad. Donde otros esconden el miedo, ellos lo muestran con ternura.

Hay una escena en Tímidos anónimos en la que él intenta declararse y el cuerpo entero le traiciona: suda, tartamudea, huye. Es puro descontrol, pero también pura humanidad. Lo que emociona no es que lo logre, sino que lo intente. Que, pese al miedo, dé un paso hacia el otro. Ésa es la victoria secreta de los tímidos: moverse aunque tiemblen.

James Stewart hacía eso en cada película: avanzar sin pose, hacer lo correcto aunque doliera, mirar de frente aunque el miedo apretara. No es difícil imaginarlo sentado en esa chocolatería francesa, compartiendo silencio con Angélique, intentando no romper nada con su torpeza elegante. Ambos sabrían entenderse sin hablar mucho, porque los dos pertenecen a la misma estirpe: la de los que cuidan.

Quizá lo que une a Tímidos anónimos y a Stewart no sea sólo la timidez, sino la fe. No una fe religiosa necesariamente, sino esa confianza obstinada en que el bien merece la pena, aunque pierda. Que la bondad no necesita recompensa ni aplauso. Que tratar bien al otro —con ternura, con respeto, con risa— sigue siendo una forma de cambiar el mundo, aunque nadie lo note.

La ternura, al final, es una forma de valentía. Exige exponerse sin armadura, sentir sin anestesia, creer en el otro sin garantías. Y eso, en tiempos de cinismo, es casi revolucionario. Los héroes de Tímidos anónimos y los personajes de James Stewart no conquistan imperios ni derriban dictaduras; apenas se atreven a coger la mano de alguien. Pero ese gesto, mínimo y torpe, contiene toda la grandeza de los que no se rinden.

Quizá deberíamos aprender de ellos. Volver a temblar, a ruborizarnos, a mirar con ternura en lugar de cinismo. Ser más Stewart y menos exhibición. Porque al final, la única revolución que dura es la de los que aman con miedo, pero aman igual.

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