En un mundo agotado por las guerras de desgaste, la crisis energética y la fatiga de las democracias liberales, la alianza emergente entre los Estados Unidos y Hungría representa mucho más que una coincidencia diplomática. Esta marca el regreso de un realismo político que desafía las inercias ideológicas de las últimas décadas.
Este viernes, Budapest y Washington celebran una reunión de alto nivel sobre el futuro de Ucrania, la política europea y la estabilidad energética. Más allá de los hechos concretos, el encuentro supone un reajuste geopolítico que puede transformar tanto la relación transatlántica como el equilibrio dentro de Europa.
Desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y la consolidación de Viktor Orbán como uno de los líderes más longevos del continente, ambos comparten una convicción esencial: la política exterior debe servir a los intereses nacionales antes que a las causas ideológicas.
En una Europa que ha confundido moral con estrategia, Hungría se ha convertido en la excepción que insiste en que la soberanía y la energía son las bases de la libertad. Washington, bajo la influencia de Trump, parece ahora dispuesto a retomar el diálogo con las naciones europeas que defienden esa visión, sin depender del marco tecnocrático de Bruselas ni de la rigidez del eje París-Berlín —sin olvidar Londres—.
Todo esto sabiendo que los Estados Unidos impulsan una nueva doctrina Monroe buscando recuperar poder en el continente americano, propone una retirada militar de Europa —sin hablar de cerrar bases militares que suponen la invasión desde 1945— y una extrema necesidad de centrarse en el Indo-Pacífico para contener el expansionismo chino.
Mientras la Unión Europea se enreda en su propio discurso de sanciones, burocracia y transición verde, Hungría ha optado por la prudencia. Budapest mantiene abiertas sus relaciones energéticas con Rusia y comerciales con China, convencida de que el aislamiento económico no construye paz, sino dependencia. Orbán, criticado durante años por sus socios comunitarios por «falta de solidaridad», ha demostrado una coherencia pragmática. Esa resistencia convierte a Hungría en un modelo incómodo pero eficaz dentro de una Unión cada vez más fragmentada.
La posición húngara respecto a Ucrania también ilustra este enfoque. Sin romper con el consenso occidental en apoyo a Kiev, Budapest insiste en que la guerra no se resolverá mediante sanciones ni retórica belicista. Su política pro-paz, basada en la diplomacia y el diálogo, la ha convertido en un interlocutor necesario entre Rusia y Occidente. En ese sentido, muchos analistas creen que el eventual encuentro entre Trump y Putin —que tendrá lugar antes o después— encontrará en Hungría un punto de equilibrio.
El retorno del sentido común
Tanto Trump como Orbán encarnan una misma idea: Occidente no puede sostener su prosperidad destruyendo su base productiva ni subordinando su política exterior a cruzadas ideológicas. Ambos defienden un nuevo realismo centrado en la energía asequible, la reindustrialización y la defensa de la soberanía nacional. Es un modelo que se opone al globalismo que hemos visto en las últimas décadas y al moralismo político que han debilitado las economías occidentales y erosionado su cohesión social.
Para los críticos esto no supone en ningún momento someterse a la voluntad de terceros, o al menos hacerlo sin hacer valer el peso en oro. Los Estados Unidos hacen lo que deben hacer, Israel hace lo que debe hacer, etc. La gran incógnita es cómo responderán Europa y sus Estados miembros. Con la producción industrial estancada, la deuda pública disparada y un creciente descontento social, la alianza entre Washington y Budapest puede actuar como catalizador de cambio o como desafío directo al proyecto comunitario.
Si la Unión Europea persiste en una política exterior dictada por la emotividad y el discurso ideológico, corre el riesgo de perder su autonomía y convertirse en un actor secundario en un mundo cada vez más multipolar. En el caso nacional español, con la situación privilegiada que tiene España, lo que debería alarmarnos es la pérdida paulatina de poder sin ganar nada a cambio.
Ninguno de los cambios que se necesitan pueden darse si antes no se elimina la extrema ideologización de la política. Gran parte del ambiente que domina las instituciones europeas y nacionales está completamente colonizado por la ideología. No se ven las propuestas en función de su pragmatismo o necesidad, sino en función de quién la propone.
En el caso húngaro, esto es especialmente notable. La posición húngara de 2015 frente a la inmigración fue tachada de «fascista», «nazi», «racista», etc. Hoy es la que empieza a asomarse en todos los Estados miembros de una u otra manera. A Budapest no le movía la ideología entonces, sino el extremo pragmatismo con un solo fin: la defensa de sus fronteras y del interés nacional. No es de extrañar que su postura frente a Ucrania —sostenida desde el inicio de la guerra— ahora tenga cada vez más apoyo.
El acercamiento entre Trump y Orbán simboliza un cambio de época. Ambos entienden que las naciones sobreviven no por discursos, sino por decisiones que garanticen su soberanía, su energía y su estabilidad social. Europa, en cambio, parece atrapada en un espejismo moral que la aleja de la realidad. Si no reorienta su política hacia el sentido común y la defensa de sus intereses, el Viejo Continente corre el riesgo de convertirse en un mero escenario de las potencias que aún creen en sí mismas. Hungría ha elegido resistir; la pregunta es si el resto de Europa sabrá despertar a tiempo.


