Hay toreros que encajan en los libros y toreros que apenas caben en los sueños. Rafael de Paula pertenecía a los segundos. No toreó para triunfar, ni para mandar, ni para sumar trofeos —«aunque tenga un currículum pobre, soy un torero para la historia»—. Toreó para decir algo que no se puede decir con palabras. Toreó por aquello tan manido, y tan real cuando se encuentra frente a frente, del amor al arte, expresado por quien se sabe «el mejor de todos los tiempos».
Ha muerto en Jerez de la Frontera, su tierra, a los 85 años, después de una larga decadencia física que no consiguió apagar el resplandor de su leyenda. Con él se va un modo de entender el toreo como misterio, como revelación y como quebranto. En un tiempo de luces frías y de métricas exactas, su figura recuerda que el arte, cuando es verdadero, nace del temblor. Cada vez que desplegaba el capote, el aire cambiaba de temperatura. Como si el mundo, por un instante, se detuviera para escuchar.
Rafael Soto Moreno vino al mundo el 11 de febrero de 1940 en el barrio de Santiago, donde el flamenco no es un adorno sino una forma de respirar. Hijo de una familia humilde y gitana, creció entre el polvo, los rezos y el compás. Allí aprendió que la belleza también puede doler. No fue un novillero precoz ni un fenómeno de feria: fue un muchacho callado que buscaba en el silencio la voz del arte. A los 16 años se calzó el capote por primera vez y a los 20 debutó como novillero en Ronda, en aquella plaza redonda donde el tiempo parece curvarse.
Su alternativa, tres años después, también en Ronda, con Julio Aparicio y Antonio Ordóñez, fue más un presagio que una coronación. Porque Paula no iba a ser un torero de carreras, sino de apariciones. La suya fue una biografía escrita a ráfagas: una faena, un quite, una tarde de inspiración bastaban para justificar toda una vida.
El capote eterno
Lo que hacía con el capote no pertenecía a este mundo. Su verónica no era un pase, era una suspensión: una manera de detener el tiempo. Hubo quien dijo que toreaba como si rezara, y no estaba lejos de la verdad. La lentitud eterna de su gesto tenía algo sagrado, como un rito antiguo donde el hombre se mide con lo invisible.
En 1974, catorce años después de su alternativa, confirmó en Madrid con una faena que Pepe Alameda inmortalizó como El quite que dio la vuelta al mundo. Nació entonces el paulismo, un movimiento de fe más que de estética. Trece años después, el 28 de septiembre de 1987, toreó un toro de Martínez Benavides en Las Ventas y Madrid enloqueció. Joaquín Vidal escribió: «Nunca el toreo fue tan bello». Aquella tarde fue su cima y su condena: después de tocar el cielo, todo es descenso.
Las rodillas, el miedo y la verdad
La vida de Rafael de Paula fue una batalla contra su propio cuerpo. Las rodillas le fallaron cuando el alma aún pedía plaza. Diez operaciones y una carrera que pudo ser otra. «Mi condena fue un traumatólogo de Sevilla que no sabía operar», dijo una vez. Lo decía sin rencor, pero con la resignación del que sabe que el destino también se torea.
Con los años, el miedo se volvió su compañero. «Le prometí a mi padre que nunca más tendría miedo. Pero lo tengo. Miedo a la muerte. Soy un cobarde». Esa confesión, pronunciada con voz rota, revelaba su verdad más profunda: que el valor solo existe frente al abismo. En él, el miedo no restaba grandeza, la explicaba. Su arte nació precisamente de esa conciencia de fragilidad. Toreaba con la sombra al lado, con el presentimiento de la caída.
Torero de contrastes: genial e irregular, altivo y vulnerable, orgulloso y roto. Lo mismo podía incendiar una plaza que desmoronarse en el ruedo. Su arte necesitaba toros que entendieran su música; cuando no los encontraba, la armonía se rompía. Por eso nunca fue figura de estadísticas. Y, sin embargo, nadie duda de que su nombre pertenece a la historia. «Aunque tenga un currículum pobre, soy un torero para la historia», decía. Y lo fue.
Fuera del ruedo, su vida tuvo también su lidia. Pasó por crisis, detenciones, caídas, silencios. Pero nunca perdió la dignidad del artista consciente de su don. En 2006 volvió a Madrid por última vez, en un festival que llevó su nombre. Salió al ruedo despacio, con el sombrero calado, junto a Joselito y Morante de la Puebla, su heredero natural. Fue un adiós sin palabras. El paseíllo de un hombre que sabía que su arte ya pertenecía al recuerdo.
El hombre que soñó el toreo
Rafael de Paula fue la encarnación del toreo entendido como misterio. «El toreo es como es, fue y será», repetía, con el fatalismo de los sabios antiguos. Su figura tenía algo de senequista: conocía el dolor, amaba la lentitud y despreciaba la impostura. En su mirada convivían la soberbia y el cansancio, el orgullo y la ternura.
Quedan su nombre y su sombra. En Jerez, una placa recuerda la tarde de 1979 en que cortó dos orejas y rabo al toro Sedoso del Marqués de Domecq. Pero la verdadera memoria de Paula no está en el mármol, sino en el aire que movía su capote. En el temblor que dejaba su paso.
Desgarro y quejío. En sus muñecas habitaba el duende; en sus rodillas, la condena; en su miedo, la verdad. Por eso su muerte duele como una pérdida íntima: porque con él se apaga una forma de mirar el arte, una manera de estar en el mundo, entre el miedo y el milagro, que le consagró para siempre como uno de los nombres inmortales del toreo.


