Hubo un tiempo en que viví muy lejos de casa. No había unos motivos concretos por los que tomé la decisión de irme, simplemente me dejé, primero, aconsejar y, después, llevar. Con dieciocho años recién cumplidos me subí a un avión rumbo al Benito Juárez, aeropuerto de Ciudad de México. De la capital me trasladé en autobús a Puebla, y de ahí a Tehuacán, la última localidad del estado antes de entrar en la Sierra Negra, una suerte de selva que se convirtió en mi casa durante nueve particulares meses de mi vida. El caso es que últimamente estoy dándole vueltas a ese periplo, porque me gustaría escribir una pequeña memoria con todas las cosas que viví allí.
La memoria, la mía, es buena, y aún recuerdo con claridad muchos detalles. Muchos rostros y muchos nombres. Sin embargo, como allí no tuve a bien pararme al final del día y poner por escrito algunas impresiones, se me hace complicado tener una imagen completa y precisa de lo que fue en realidad esa experiencia.
Con la cabeza gacha, las manos detrás de la espalda y el ceño fruncido recorro de lado a lado mi habitación, intentando construir esa línea temporal, a poder ser ordenada. Como han pasado ya varios años desde que volví, esta tarea se me presenta complicada. Quizá cambie de estrategia. Por lo pronto, se me ocurre volver sobre ese tiempo a partir de lo que leí.
Por temas de logística, no llené la maleta de libros, pero los que me quieren me hicieron llegar una gran caja que, tras sobrevivir al océano y cruzar varias fronteras, llegó a mi como si la hubiesen utilizado de balón en una pachanguita entre presidiarios. Por suerte, los libros estaban intactos. Para empezar, me metí con dos gruesos tomos que comprendían gran parte de la obra de Charles Dickens.
Disfruté muchísimo con las aventuras del huérfano Oliver Twist. Después, leí las del huérfano David Copperfield y, ya puestos, cerré la desdichada trilogía con las del pequeño Pip, protagonista de Grandes Esperanzas y, para sorpresa de nadie, huérfano a tiempo completo. Sin duda, esta fue la historia que más disfruté.
Al pobre Pip, que nunca le había pasado nada bueno, le cambia la suerte de un día para otro gracias a un misterioso benefactor que decide apadrinarlo y regalarle una vida mucho mejor que la que le había tocado. Hacia el final de la historia, uno descubre que no fue exactamente un golpe de suerte, sino una consecuencia de un gesto de caridad, invisible a ojos del mundo, que Pip había tenido con alguien. Alguien, seguramente, más desgraciado que él.
He caído en la cuenta de que, durante ese tiempo, nadie vio las cosas que hice. Solamente las personas a las que ayudé. Mis acciones se quedaron entre ellos y yo. Y no lo hice por ser yo un alma especialmente altruista ni derrochar generosidad, simplemente se me regaló la oportunidad de hacerlo. El tema es que, a todas luces, fueron gestos invisibles. Sin embargo, como se deduce del final de Grandes Esperanzas, ningún gesto lo es realmente.
Quizá algún día, de repente, ese gesto invisible que hiciste te cambie la vida. Hasta entonces, no dejemos de buscar la ocasión de hacer cosas por los demás, sin preocuparnos demasiado porque nadie nos vea: siempre hay alguien mirando.


