Si el amor es un arma, el odio es munición. Más barata, más duradera y, casi siempre, más productiva. El amor exige confianza; el odio, energía. No necesita motivo, sólo continuidad. En el amor uno se expone; en la enemistad, se protege, se esculpe, se afila. Y mientras el amor tiende a la exaltación, el rencor tiende al estilo: pule, ordena, da forma. En literatura, el desamor inspira, pero el resentimiento construye bibliotecas. Ninguna emoción deja tantas notas al margen como el deseo de ajustar cuentas por escrito.
Los escritores siempre han peleado por el lenguaje y por la silla. Cuando esas dos disputas coinciden, la guerra está servida. El ejemplo más reciente lo protagoniza Álvaro Pombo, que en un artículo digno de figurar en la Antología del insulto ilustrado despachó a Luis García Montero como «poeta menor con vocación de burócrata». La escena podría parecer una extravagancia de geriátrico literario, pero en realidad es la reedición de un clásico. Un escritor que ha sobrevivido a su generación se mira en otro que todavía cena con ministros y decide que su género no es la poesía, sino el poder.
La gresca Pombo–García Montero es, en el fondo, un pleito entre dos modelos de escritor. El que entiende la literatura como una liturgia de salón y el que la trata como una política pública. Pombo, desde su púlpito de incorrección aristocrática, ve en García Montero la figura del poeta institucional. Con coche oficial, verso de obediencia y nómina fija. García Montero, por su parte, no ha respondido —un poético silencio—. Pero no hay duda de que Góngora habría tenido un podcast para comentar el asunto. Uno de esos con público en directo, copas de vino y Quevedo de invitado fijo para soltar latinajos y rimas ofensivas.
Porque Góngora y Quevedo fueron el Sálvame del Siglo de Oro. Sus sonetos eran cuchillos con métrica, y sus insultos, manual de anatomía aplicada. Quevedo convirtió la nariz de Góngora en pirámide, galera y espolón de barco, y Góngora, que no era de tragar sin escupir, lo bautizó como Quebebo, borracho y rencoroso. No se soportaban, pero se necesitaban. Sin Quevedo, Góngora habría sido sólo un latinista barroco; sin Góngora, Quevedo no habría tenido a quién llamar culo en endecasílabos. Los que se pelean se desean, decían nuestras madres. Y, en literatura, no hay deseo más potente que el de ser leído antes que el otro.
Virginia Woolf y Katherine Mansfield llevaron esa ecuación al extremo. Se admiraban, se detestaban y se espiaban en cada frase. Cuando Mansfield murió a los 34 años, Virginia se sintió —literalmente— huérfana de rival. La única capaz de provocar sus celos había desaparecido, y escribir dejó de tener sentido. Ninguna otra escritora despertó en Woolf tanta devoción ni tanta rabia. En ese duelo privado se esconde una verdad incómoda, a veces el espejo que más nos irrita es el que más se nos parece.
Truman Capote y Tennessee Williams también se parecían demasiado. Sureños, homosexuales, dipsómanos, geniales y condenados a brillar bajo los focos que los quemarían. Amigos, amantes ocasionales de la misma noche, enemigos cuando uno publicaba mejor crítica que el otro. Se confesaban y se apuñalaban con la misma fluidez. «Toda mi vida ha estado dominada por los celos», admitió Capote. «Yo estaba celoso de cualquier escritor que estrenara en Broadway», confesó Tennessee. La suya fue una rivalidad de espejo roto. Compartían el mismo reflejo, pero cada fragmento los distorsionaba. Uno escribió sobre el deseo, el otro sobre la decadencia, y ambos acabaron devorados por la fama, en un infierno con minibar.
La literatura estadounidense, tan propensa a los duelos de ego, tuvo su propia versión de Góngora y Quevedo en Faulkner y Hemingway. El primero decía que el segundo «nunca había usado una palabra que obligara al lector a consultar el diccionario». El segundo le respondió: «Pobre Faulkner, ¿de verdad cree que las grandes emociones vienen de las palabras largas?». Dos hombres, dos Nobel, y la misma testosterona con distinta sintaxis. Faulkner construía frases como catedrales; Hemingway, como puñetazos. Ambos acabaron en el canon, pero sólo uno hizo carrera de sí mismo.
Y así llegamos al raro caso de los enemigos que se quisieron bien: Tolkien y C. S. Lewis. Amigos de pub, filólogos de Oxford y fundadores de los Inklings, discutían con la cortesía de los ingleses y el fervor de los conversos. Lewis creía que Narnia era la salvación; Tolkien, que era un sacrilegio narrativo. Pero cuando Lewis murió, Tolkien escribió: «Es como si un hachazo hubiera caído cerca de mis raíces». De todos los duelos literarios, el suyo fue en el que más claramente la espada terminó convertida en cruz.
Decía Nietzsche que «de la guerra nacen las cosas grandes». De los insultos también. No hay literatura sin fricción. Las grandes enemistades son, en realidad, pactos secretos entre iguales. Góngora necesitaba a Quevedo para demostrar que el estilo importaba; Faulkner necesitaba a Hemingway para recordar que el silencio también cuenta; Pombo necesita a García Montero para no quedarse solo en el museo de su propio sarcasmo. Y nosotros, lectores, necesitamos que se peleen. Porque la literatura, como el amor, sólo existe cuando hay alguien enfrente.


