El muro de Berlín: frontera entre dos mundos

A las 22.10 del 9 de noviembre de 1989, el oficial al mando en la Bornholmer Strasse cedió y levantó la barrera. El muro acababa de caer 28 años después

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Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Alemania quedó hecha pedazos. El régimen que Hitler había prometido eterno apenas sobrevivió doce años, seis de ellos consumidos por la guerra. El país era un paisaje de ruinas, con cerca de siete millones de muertos y ciudades reducidas a escombros. A la devastación se sumó la mutilación territorial: los aliados cedieron un cuarto de su superficie a Francia, Polonia y la Unión Soviética, mientras que el resto fue dividido en zonas de ocupación. El norte quedó bajo control británico; el centro y el sureste, en manos estadounidenses; el suroeste, administrado por Francia; y el este, ocupado por las tropas soviéticas.

Berlín, símbolo del antiguo poder prusiano, fue troceada de la misma manera. A los franceses les correspondieron los distritos septentrionales, a los británicos el corazón de la ciudad, a los estadounidenses el sur y a los soviéticos la parte oriental, donde se concentraban los edificios más emblemáticos: la catedral, la avenida Unter den Linden o la Puerta de Brandeburgo. Tres años después del final de la guerra, los vencedores seguían sin ponerse de acuerdo sobre el futuro de Alemania. Algunos propusieron convertirla en un país agrario sin industria, un territorio dócil y ruralizado que jamás pudiera volver a amenazar a Europa. Aquel proyecto, conocido como Plan Morgenthau, acabó siendo sustituido por otro más ambicioso y eficaz: el Plan Marshall, con el que Estados Unidos comenzó la reconstrucción económica del continente.

Dos Alemanias, dos mundos

En Moscú, el Plan Marshall fue recibido como una provocación. Los soviéticos querían la reunificación de las cuatro zonas bajo su control, algo que Washington nunca aceptaría. Stalin decidió entonces centrarse en Berlín. En junio de 1948 ordenó bloquear todos los accesos terrestres a la ciudad, con la esperanza de forzar a los aliados occidentales a abandonarla. La respuesta fue un puente aéreo que durante casi un año mantuvo viva a la población de Berlín occidental. El bloqueo fracasó para la URSS y fue un triunfo moral y político para los Estados Unidos.

Aquel episodio marcó el inicio de la Guerra Fría y dio pie a la creación de dos Estados alemanes. En 1949 nacía la República Federal Alemana (RFA), formada por las zonas de ocupación occidental; y poco después, en el territorio controlado por Moscú, la República Democrática Alemana (RDA). Entre ambas se levantó una alambrada con torres de vigilancia: la frontera interalemana. Berlín, enclavado en medio del territorio oriental, se convirtió en una anomalía: un islote occidental dentro del mundo comunista, un agujero por el que miles de ciudadanos de la RDA escapaban cada año al otro lado.

El Muro de Berlín en cifrasEl Gobierno soviético pensó que la RDA superaría pronto en prosperidad a su contraparte occidental. Pero ocurrió justo lo contrario. El éxodo se convirtió en una sangría. En 1950, 187.000 alemanes del este huyeron al oeste; en 1951 fueron 165.000; en 1953, más de 330.000. En apenas una década, 3,5 millones de personas (un 20% de la población) habían abandonado la Alemania comunista, la mayoría jóvenes y profesionales cualificados.

Berlín era el principal punto de fuga. La frontera dividía la ciudad calle a calle: en algunos barrios los números impares estaban en un lado y los pares en otro; incluso había aceras en el oeste con fachadas en el este. Bastaba tomar el Metro o cruzar una calle para pasar de un mundo a otro. Al oeste, la democracia, la prensa libre y las tiendas llenas; al este, el control del partido único, el dinero sin valor y los estantes vacíos. Era una comparación insoportable.

Las autoridades de la RDA acuñaron un término para describir aquella huida masiva: Republikflucht, «deserción de la República». Los que se marchaban eran tratados como traidores. Pero las amenazas y las penas de cárcel no servían de nada mientras seguir cruzando fuera tan fácil. La hemorragia continuaba y el régimen decidió detenerla de la única manera posible.

La noche en que se levantó el muro

El 15 de junio de 1961, Walter Ulbricht, primer secretario del Partido Socialista Unificado (SED), aseguró ante la prensa que nadie pensaba en construir un muro. Dos meses más tarde, la madrugada del domingo 13 de agosto, miles de soldados ocuparon la línea que dividía los sectores oriental y occidental. Detrás de ellos, brigadas de obreros tendieron alambradas de espino a lo largo de 43 kilómetros. Berlín amaneció partida en dos.

Durante los días siguientes, aquellas alambradas se transformaron en un muro improvisado de bloques de cemento. Las calles quedaron cortadas, los pasos clausurados, las familias separadas de un día para otro. El régimen lo llamó eufemísticamente «muro de contención antifascista», pero todos sabían que era una cárcel para impedir que su propio pueblo escapara.

Con el tiempo, el muro se convirtió en una fortaleza. En 1962 se añadió una segunda cerca, retranqueada unos cien metros, y entre ambas se habilitó una franja de tierra atravesada por una carretera de vigilancia: la Todesstreifen, o «franja de la muerte». Allí murieron decenas de personas tiroteadas por los guardias cuando intentaban cruzar.

En 1965 se reforzó la estructura y, en 1975, se levantó la versión definitiva, conocida como Grenzmauer 75. Tenía 3,5 metros de altura y estaba formada por 45.000 paneles de hormigón rematados con un cilindro de hormigón para impedir que se escalara. Se añadieron torres de vigilancia, bunkers, reflectores, vallas eléctricas, fosos y obstáculos antivehículo. En 1985 era una obra maestra de la ingeniería carcelaria, prácticamente impenetrable. A lo largo de sus 28 años de existencia, 239 personas murieron tratando de cruzarlo.

Una ciudad cautiva

Berlín occidental se convirtió en una isla dentro de un país hostil. Sus comunicaciones con la RFA estaban restringidas a unos pocos corredores terrestres y aéreos, vigilados y cerrados por vallas. Para los berlineses del este, la ciudad era una prisión. Sólo se podía cruzar con permisos especiales, casi imposibles de conseguir. Las visitas familiares se autorizaron por primera vez en 1963, con motivo de la Navidad, y los visitantes del oeste debían cambiar obligatoriamente 25 marcos alemanes por su equivalente oriental, a un tipo de cambio absurdo. Era una forma de robar divisas al visitante.

En los años ochenta el muro ya formaba parte del paisaje. Miles de turistas occidentales cruzaban a Berlín Este por pura curiosidad: querían ver de cerca un museo del estalinismo. Las calles eran grises, las tiendas vacías, y los carteles del partido lo cubrían todo. En sentido contrario apenas se podía viajar. Sólo algunos pensionistas o miembros del régimen tenían permiso para cruzar al otro lado, y en ocasiones excepcionales, cuando moría un familiar.

A pesar de todo, unas tres mil personas lograron escapar durante los 28 años de existencia del muro. Lo hicieron cavando túneles, deslizándose por cables, nadando bajo las aguas del Spree o elevándose en globos caseros. Otros intentaron huir en coches modificados o por las alcantarillas. La mayoría fracasó. Los guardias tenían orden de disparar a matar. Mientras tanto, en el lado occidental, la vida continuaba. Los jóvenes berlineses crecían con el muro ante sus ojos, una cicatriz de hormigón que recordaba cada día la división del mundo. Nadie creía que pudiera desaparecer. Era tan sólido, tan definitivo, que parecía eterno.

El principio del fin

Pero la historia, como la piedra, también se erosiona. En 1987, el presidente estadounidense Ronald Reagan pronunció su célebre discurso frente a la Puerta de Brandeburgo: «Mr. Gorbachev, tear down this wall!» («Señor Gorbachov, derribe este muro»). En Moscú, Mijaíl Gorbachov impulsaba la Perestroika, un proceso de reformas que se extendía por todo el bloque comunista. Hungría y Checoslovaquia comenzaron a abrir sus fronteras. Miles de alemanes del este viajaron a Praga y Budapest con la esperanza de pasar al oeste. El telón de acero empezaba a deshilacharse.

El régimen de la RDA, encabezado por Erich Honecker, intentó resistir, pero perdió el apoyo soviético. Las protestas se multiplicaron. El 4 de noviembre de 1989, medio millón de personas se concentró en la Alexanderplatz exigiendo libertad de movimiento. El 18 de octubre Honecker fue destituido y sustituido por Egon Krenz. Aun así, la presión popular era ya incontenible.

La noche del 9 de noviembre

El 9 de noviembre de 1989, el portavoz del Gobierno, Günter Schabowski, compareció ante la prensa para anunciar una nueva normativa de viajes. Confuso, sin instrucciones claras, leyó el comunicado y, ante la pregunta de un periodista italiano sobre cuándo entraría en vigor, respondió: «Por lo que sé, ya mismo, sin demoras».

La frase se difundió esa misma noche en el informativo de la ARD. «Hoy es un día histórico —dijo el presentador Hans Friedrichs—: la RDA ha anunciado que desde ya mismo sus fronteras están abiertas». Millones de personas lo escucharon en directo. A las pocas horas, una multitud se dirigió a los pasos fronterizos. Los guardias no recibieron órdenes y se negaron a disparar. A las 22.10, el oficial al mando en la Bornholmer Strasse cedió y levantó la barrera. El muro acababa de caer.

Del otro lado, los berlineses occidentales les esperaban con flores y abrazos. Muchos treparon al muro y comenzaron a bailar sobre él. La frontera que había dividido al mundo durante casi tres décadas se desmoronaba ante las cámaras.

Esa misma noche comenzó la demolición. Primero con martillos y cinceles; luego, con excavadoras. En un año apenas quedaban restos. Algunas secciones se conservaron como testimonio. En la Bernauer Strasse puede verse hoy un tramo completo con torre de vigilancia, y junto al río Spree, la East Side Gallery, un kilómetro y medio de muro cubierto de murales pintados por artistas de todo el mundo.

Otros fragmentos fueron llevados lejos: hay piezas del muro en Buenos Aires, Nueva York, Singapur o Madrid. En todos esos lugares se levantan como advertencia muda de lo que un día dividió a Europa y a la humanidad.

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