Entre los escritores, el amor nunca ha sido un asunto privado. A veces se ha publicado en cartas, otras en diarios, pero siempre ha habido algo de texto en sus afectos. Nadie como ellos para convertir el deseo en sintaxis o los celos en literatura. Las parejas de escritores han escrito el amor en todas sus versiones; como musa, como duelo, como corrector ortográfico. No es extraño que las mejores páginas de su obra se parezcan tanto a sus propias vidas. Casi todos escriben sobre sí mismos, aunque lo disimulen en personajes ajenos, con nombres prestados o escenarios inventados. La ficción, al fin y al cabo, siempre fue una forma elegante de confesarse.
Henry Miller conoció a Anaïs Nin en París, cuando él dormía bajo los puentes y ella soñaba con escribir algo que no oliera a buenas costumbres. Se amaron, se escribieron, se pelearon y se traicionaron con la misma devoción con que otros se confiesan. En aquel triángulo con June Mansfield (la esposa de Miller y objeto de deseo de ambos en algún momento de su historia) el erotismo y la literatura se mezclaron tanto que ya no se sabía quién era vértice y quién ángulo. Trópico de Cáncer nació de esa combustión y del bolsillo de Nin. Un libro que escandalizó al mundo y lo convirtió a él en escritor y a ella en personaje. Nin dijo alguna vez que «June era su aventura y Miller su amor». Quizá, a veces, la literatura sea eso, una infidelidad bien redactada.
Más doméstico, pero no menos trágico, fue el matrimonio de Carmen Martín Gaite y Rafael Sánchez Ferlosio. Se conocieron en Madrid, entre revistas y cafés literarios; se casaron, pasearon Italia y levantaron una casa de libros y silencios. Tuvieron dos hijos, perdieron uno, después a la otra, y entre medias se separaron cuando el amor ya no encontraba hueco entre las páginas. Años después, tras la muerte de su hija Marta, Carmen volvió a escribir porque no sabía hacer otra cosa. Su duelo se convirtió en obra, y su obra, en una forma de sobrevivirlo. En el fondo, los escritores siempre escriben sobre aquello que no saben enterrar.
El romanticismo tuvo su versión gótica con Percy y Mary Shelley. Ella tenía dieciséis años cuando huyó con él, y veinte cuando inventó Frankenstein una noche de tormenta en la casa de Lord Byron. Él la alentaba, la corregía, la admiraba. Murió en un naufragio, y ella guardó su corazón envuelto en seda. Literalmente. Encargó dos tumbas: una para los restos de Percy, bajo una lápida grabada irónicamente con el lema cor cordium («corazón de corazones»), y otra para sí misma. Algunos historiadores dicen que lo que conservó no era el corazón, sino el hígado. Pero tanto Mary como su amigo Trelawny creyeron hasta el final que aquel órgano endurecido era, en efecto, el corazón de Percy Shelley. No sé si eso es amor o edición definitiva, pero sí prueba de que la anatomía también puede ser literaria.
Los españoles tuvimos nuestra propia novela por entregas con Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós. Dos mentes brillantes, dos egos del tamaño de su siglo, y una colección de cartas que probablemente ninguno quiso ver publicadas. «Pánfilo de mi corazón», le escribía ella. «Te aplastaré y después hablaremos dulcemente de literatura». Lo suyo fue el primer sexting epistolar convertido en literatura sin disimulo. En casos como éste nadie se atreverá a aseverar que todo tiempo pasado fue mejor. El escándalo no fue la relación, sino la naturalidad con que dos genios se hablaban de deseo sin esconderlo detrás del decoro. En tiempos en que las mujeres apenas podían firmar sus propios libros, Pardo Bazán se permitió firmar su propio placer.
También hubo amores de servicio. Sofía Tolstáya copiando siete veces Guerra y Paz a mano para su marido, o Vera Nabokov rescatando Lolita de la chimenea y convirtiéndose, sin saberlo, en la editora más decisiva del siglo XX. Y amores de espejo. Los de Virginia y Leonard Woolf, que fundaron juntos una editorial mientras ella combatía la depresión a base de palabras. Su última carta es quizá la declaración más hermosa y menos cursi de la historia: «No creo que existan dos personas que hayan sido más felices que nosotros».
Después están los que hicieron de la literatura un campo de batalla compartido. Bioy Casares y Silvina Ocampo escribiendo a cuatro manos Los que aman, odian para intentar quererse sin matarse; Paul Auster y Siri Hustvedt, que siguieron casados pese a los premios y los egos; o Alexander y Alexandra, alias Lars Kepler, que decidieron fundirse en un solo seudónimo.
Al final, casi todos estos amores tienen algo de experimento narrativo. Mezclan autor y personaje, deseo y prosa, verdad y ficción. Cada uno escribe sobre el otro para intentar descifrarlo, y a veces solo consigue perderse más. Quizá por eso las parejas de escritores rara vez terminan bien. Porque competir con quien también transforma la vida en literatura es una batalla perdida. Cuando el amor se comparte con la escritura, todo se convierte en arma.
Hoy todo eso parece improbable. Nadie escribe cartas de veinte páginas ni guarda corazones en cajas de seda. El amor literario ya no pasa por la imprenta. La correspondencia del siglo XXI ocurre en privado, no se publica, no se imprime, y tal vez por eso es más sincera. Lo que antes se escribía en papel cebolla se guarda ahora en bandejas de entrada, invisibles para los futuros biógrafos. El medio cambia, no así el impulso: seguimos escribiendo para alguien. Sea un amante, un lector o un fantasma. Porque la verdadera correspondencia nunca fue epistolar; siempre fue emocional.
Y quizá eso sea lo que mantiene viva esta genealogía de amores entre escritores. La necesidad de dejar constancia, de ponerle palabras a lo que duele o ilumina. Cambian los soportes, cambian los gestos, pero no el instinto. Siempre habrá quien escriba para entender al otro, o para sobrevivirle. Mientras existan esas dos cosas (el amor y la literatura), una seguirá escribiendo sobre la otra, aunque ya no lo sepamos leer en tinta.