Las actividades tradicionales como coser, la jardinería y hornear quizás conformen la triada que mejor simboliza a las abuelas de antaño. Estas labores permitieron a los nietos disfrutar de momentos entrañables mientras les hacían compañía, ya fuese ayudando a enhebrar una aguja, recogiendo flores para ellas o relamiéndose los labios pegados a la puerta del horno. Sin embargo, hoy en día, en plataformas como Reddit, se observa una tendencia entre las generaciones más jóvenes a expresar abiertamente su aburrimiento al participar en estas actividades con sus abuelos. Por ejemplo, en un post titulado “Cómo le digo a mis abuelos que no quiero quedar con ellos”, varias personas comentaban que las actividades que realizan con sus abuelos les parecen tediosas. En otro post una chica comenta frustrada a los internautas: “Me llaman abuela por hacer crochet”.

Estos ejemplos de vivencias personales y preocupaciones cotidianas reflejan claramente una marcada desconexión generacional. Un ejemplo paradigmático de interacción entre nieto y abuela en muchos hogares podría ser el siguiente: «Abuela, ¿qué estás haciendo?». «Estoy cosiendo». «Pues vaya aburrimiento», seguido de la decisión del joven de coger el móvil o la tablet y dedicarle toda la tarde. Esta respuesta no puede ser directamente reprochada a jóvenes como los que escriben en Reddit y que hoy constituyen una triste mayoría; es evidente que las generaciones actuales se aburren con mayor facilidad.

En la nueva película de Pixar sobre las emociones, Inside Out 2, no sorprende que al personaje que representa el aburrimiento, Ennui, se lo retrate de manera tan patética: cabizbajo, flácido, con ojeras y una mirada apagada, siempre aferrado a su móvil y completamente drenado por la pantalla. No se levanta del sofá y utiliza una aplicación en su teléfono para controlar la consola desde la comodidad de su asiento. ¿Lo único que le exalta? Su patológica nomofobia, su preocupación obsesiva cuando pierde el móvil de vista; un caso más en el que la realidad supera la ficción. Este personaje apático es un reflejo de la realidad de los jóvenes contemporáneos, convertidos en autómatas con una capacidad de atención cada vez más mermada. Todo debe ser inmediato y efímero, nada parece tener relevancia duradera.

Tanto pavor hay hacia el aburrimiento que, ya no sólo los jóvenes sino también los adultos, prefieren infligirse daño físico antes que enfrentarse a sus propios pensamientos. Un estudio del psicólogo social Timothy Wilson y sus colaboradores reveló que un porcentaje significativo de los participantes (67% de los hombres y 25% de las mujeres) prefirieron administrarse descargas eléctricas antes que experimentar el aburrimiento mientras estaban solos con sus pensamientos. ¿Cómo hemos llegado a aborrecer tanto aquello que nos hace humanos? El cerebro humano no discrimina entre adicciones y actos que nos generan placer; no distingue entre una caminata de dos horas y dos horas encerrado en casa con TikTok. De hecho, en términos dopaminérgicos, hoy no es complicado que el cerebro nos recompense más por lo segundo. No es que dar un paseo no libere dopamina, sino que el chute instantáneo que producen las redes sociales eclipsa las sensaciones que antes nos suscitaban alegría o satisfacción; y, como sucede con cualquier droga, cada dosis requiere más cantidad. El efecto de rechazo, es exacerbado por la facilidad que tenemos para evitar este tipo de actividades o estados, ahora clasificados por nuestro cerebro como aburridos.

En un artículo, la doctora Sandi Mann explica muy bien este círculo vicioso: «Intentamos desplazar el aburrimiento, pero al hacerlo, en realidad nos hacemos más propensos a él, porque cada vez que sacamos nuestro teléfono no permitimos que nuestra mente divague y resuelva los problemas generados por dicho aburrimiento […] Nuestra tolerancia al aburrimiento cambia por completo, y necesitamos más y más para dejar de estar aburridos». Esta dopamina, que ya tiene un efecto embriagador en los adultos, intoxica aún más al cerebro adolescente, aún en desarrollo. En un estudio realizado en 2020, se encontró que el uso excesivo de las redes sociales en adultos jóvenes amplifica los efectos de la sobrecarga de información, contribuyendo a la fatiga mental. Sin embargo, paradójicamente, mitiga los efectos de la sobrecarga comunicativa. Tenemos jóvenes estresados y saturados de información, pero menos dispuestos a comunicarse.

Ahora que ya hemos creado un adicto, sólo falta proporcionarle un espacio donde pueda reunirse con otros como él. En internet, los jóvenes forjan su identidad y su propio léxico. Dentro de esta cultura virtual, el FOMO (fear of missing out, miedo a perderse algo) se convierte en una fuerza poderosa: desconectarse implica quedar excluido de esta realidad virtual. Si uno se aventura a conocer mundo de fuera, deja de pertenecer al de dentro. Consecuentemente, los niños ya no buscan a sus vecinos tocando la puerta de enfrente; interactúan a través de una pantalla, en un videojuego, incluso si viven a 20 metros de distancia. TikTok o Instagram no son simplemente redes sociales, son el mundo donde residen todos los amigos de su hijo.

Pero puede que los jóvenes tengan razón, y que el aburrimiento sea netamente negativo. Una búsqueda rápida en Google sobre «por qué el aburrimiento es malo» arroja cientos de miles de resultados en segundos. Internet ofrece numerosas perspectivas desalentadoras, con muchos artículos retratando el aburrimiento como una ponzoña a evitar a toda costa. En una sociedad capitalista frenética donde la productividad y la eficiencia son las virtudes más valoradas, cualquier cosa relacionada con el aburrimiento o la falta de productividad es vista como un veneno social, una pérdida de tiempo. En un mundo acelerado, el aburrimiento se presenta como lo opuesto a la creatividad; nuestros dispositivos móviles nos salvan de él. La demonización del aburrimiento nos conduce a navegar como zombis en el mar de la productividad (¿en beneficio de quién?), entre olas constantes de estímulos para mantenernos despiertos, todo para evitar el síndrome de abstinencia o el parón que nos obligaría a enfrentar la desagradable realidad de que el barco se está hundiendo y nosotros con él.

Ante los jóvenes hipnotizados por pantallas, plagados de apatía e inactividad, emergen los hijos predilectos de la cultura productiva, aquellos educados por gurús y libros de autoayuda, dispuestos a liderarles y transformarles. Critican cualquier actividad que no contribuya directamente a la productividad o a una inversión futura, despreciando lo que consideran trivialidades o blanduras de carácter. Por supuesto, para ellos el aburrimiento es un fracaso. Hace unos días, me topé con un video en línea donde uno de estos jóvenes influencers de YouTube reprendía a sus seguidores: «¿Por qué te quedas ahí parado, sin hacer nada? ¿Por qué no estás invirtiendo en tu futuro?». Los aspirantes a emprendedores, apenas adolescentes, están fuertemente influenciados por figuras aún más populares y, en muchos casos, más peligrosas, como Amadeo Llados, quien ha ganado recientemente notoriedad y cuenta con un amplio repertorio de dogmas ridículos como este: «Si no llego al punto de agotamiento físico y mental al final del día, he sido un fracaso total».  Es así como presenciamos a niños y jóvenes en videos, levantándose a las cinco de la mañana para ejercitarse, dedicarse a negocios como el dropshipping (intermediarios cibernéticos) o el coaching.

El término que da nombre al fenómeno es finance bro. Podríamos describirlos como jóvenes pretenciosos intelectualmente y obsesionados con el mundo de las finanzas, con ser su propio jefe, acumular una gran riqueza y, en última instancia, «salir de la Matrix». Estos chulitos de internet y su séquito de seguidores, en su mayoría jóvenes vulnerables en busca de una identidad a la que aferrarse, no hacen más que proliferar en las redes sociales promoviendo el peligroso mensaje de que el éxito profesional instantáneo es esencial para una vida plena. Fomentan una estricta disciplina, desestiman la inactividad y critican cualquier cosa que pueda considerarse pasiva: son despreciadores natos del aburrimiento.

Esta obsesión por la productividad también se propaga en formas y perfiles que pueden parecer menos dañinos inicialmente, pero que están igualmente atados a la compulsión de marcarse objetivos. En la actualidad, muchos de nosotros llevamos un smart watch, un dispositivo que monitoriza continuamente nuestras constantes vitales, desde el ritmo cardíaco y la respiración hasta la actividad física, con versiones avanzadas capaces de medir prácticamente cualquier variable, dependiendo del nivel de control que el usuario quiera que el reloj ejerza sobre él. Este control puede ayudarnos a sentirnos más felices y realizados, pero también llegar a convertirse en una forma de vigilancia omnipresente. Recuerdo haber salido a dar un paseo con mi padre hace algún tiempo; al final del día, lo vi dando vueltas por la casa, y cuando le pregunté qué hacía, me explicó que le faltaban trescientos pasos para alcanzar su meta diaria y así «completar todos los anillos». Estamos gamificándonos, jóvenes y adultos, esclavizándonos a nosotros mismos.

Es crucial que dejemos de promocionar el aburrimiento como una crisis exclusiva de los hijos del siglo xxi. No hay más aburrimiento ahora que antes; los jóvenes siempre han enfrentado esa sensación de no saber qué hacer. La diferencia radica en que cada vez tienen menos capacidad para gestionarlo. Es esencial revisar el enfoque educativo y no idealizar la integración de la tecnología en los centros; y en el hogar han de ocurrir muchas más cosas en este sentido. Necesitamos enseñar a los niños a manejar el aburrimiento, establecer límites y cultivar la disciplina y el buen gusto. Esto no implica demonizar las redes sociales y la tecnología, sino usarlas lúcidamente, con tino.

Saber aburrirse es una habilidad fundamental, un arte olvidado que todos deberíamos dominar. Gestionado sabiamente, el aburrimiento no sólo es aceptable, sino esencial para desatar la creatividad y producir innovaciones. Permitámosles a los niños soñar despiertos, dejemos que sus mentes vaguen y exploren nuevas ideas y perspectivas. Enseñemos de nuevo a disfrutar de lo cotidiano: el traqueteo del autobús de camino al colegio o hacer un pastel con sus abuelas. Esos actos son antídoto y refugio contra la idea errónea de que todo debe ser siempre novedoso para tener valor. Recordémosles que Sherlock Holmes no habría resuelto crímenes sin sus períodos de contemplación en Baker Street, Arquímedes no habría resuelto el encargo de Hierón sin tomarse su tiempo para el baño y Newton no habría formulado su teoría de la gravedad sin permitirse sestear bajo un árbol.

Carmen Villasol
Graduada en Marketing y Administración de empresas, apasionada del aprendizaje, del pensamiento crítico y de cuestionarlo todo, ocasional dibujante y creativa nata