Resulta que los objetos hablan, pero no con palabras: con su movimiento. La camiseta que, abandonada por la mañana sobre una cama, la encontramos a la tarde en el armario; la taza manchada de café que viaja de la vera del teclado al lavavajillas; el plato que alguien no dejó que acumulara polvo y se reunió en la alacena con sus hermanos. Esa coreografía silenciosa es la marca de agua de la vida compartida. Cuando estás solo, en cambio, todo queda clavado en su sitio, como aquejado de una inmovilidad mineral. La taza sigue justo donde la dejaste cuando saliste corriendo por la puerta; y si te ausentas para un congreso en Valladolid o Düsseldorf, la taza te esperará, muerta, exactamente en el mismo lugar. La camisa podría dejar su sombra de sol en la cama si te ausentaras un verano; el plato yacería sobre el escurridor sin tocar jamás a sus hermanos. Cada objeto que mantiene inmóvil la soledad se convierte en un fósil de tus propios gestos, y la casa entera en un museo de ti mismo.
No moverán tus objetos ni tu perro ni tu gato; eso determina que son un sucedáneo de la compañía. Cuando no convives, todo lo que se mueve lo mueves tú mismo, y esa inmovilidad de los objetos, físicamente razonable, es una herida que supura en términos poéticos. A esto lo ha llamado «libertad» e «independencia» la posmodernidad, tan canalla. Hasta que ésta llegó, entendíamos la situación como pasajera y peor, como una pasarela entre dos posibles plenitudes, tal vez como parte del proceso de educarse (hay que saber estar solo para saber estar con alguien). De pronto, la vida estática es el summum de algo que, seamos sinceros, se nos escapa.
La locución latina que expresa «estar vivo» es inter hominem ese. Existimos en el tejido de las relaciones humanas. No es vivir que nos lata el corazón, comamos, durmamos y después nos despertemos, y ni siquiera demarcan nuestro existir las tan cacareadas «experiencias»; «lo que hace que la vida sea humana, lo que le da su forma, es la pluralidad. «Vivir es convivir»: palabra de Hannah Arendt. No hay vida que valga sin el roce del otro, sin la alteración constante de nuestras comodidades, sin esa movilidad de los objetos que nos recuerda que no estamos hechos para los mausoleos, sino para los hogares. Hay muchas tragedias para el ser trágico por excelencia, pero la más corriente y universal —hoy saludada tantas veces como un progreso, cuando no un éxito— es carecer de un hogar.
A pesar de todo esto que sabemos, aunque lo olvidemos, nos quejamos sin descanso de la convivencia. Nos irrita la toalla húmeda sobre la cama, la taza olvidada en el cuarto de baño, el desorden del escritorio compartido. Tan es así que, si no teníamos bastante con las parejas LAT (Living Apart Together: cada uno en su casa y Dios en la de nadie), ahora tenemos las TIL (Together In Life), que no es lo mismo, pero es igual: combatir la cotidianeidad como si ensuciara los amores. «Dejas el café a medias y siempre lo termino», canta en cambio Pablo Alborán en una canción que no por casualidad se llama Tu refugio.
«La convivencia es muy difícil», se escucha decir a tertulianas e influencers para justificar la modita de las viviendas unipersonales; como si en lo difícil no estuviera la verdad, precisamente. Lo que confundimos con un atentado contra nuestro ideal de orden no es otra cosa que la respiración de la compañía; lo que nos parece un defecto es la prueba irrefutable de que hay alguien ahí a quien le importamos. Decía Simone Weil que el amor puro es «la aceptación de que el otro exista tal cual es», lo cual incluye las tazas, las camisetas y los platos desparramados: la desubicación de lo vivo.
Basta ver una serie o una película con un psicópata asesino y ahí está su orden perfecto, su pulcritud infernal, su mortífago solipsismo. Claro que conviene ser ordenado, respetar el tiempo y el esfuerzo de los demás, porque el orden es belleza; no incito desde aquí a no doblarla en casa. La convivencia exige, para ser buena, de esos sudores compartidos. Personalmente, soy de esa cuerda, hasta el punto en que una casa en la que la gente se acuesta dejando la cocina sin recoger me parece un nido de yonquis. Pero no dejo de darme cuenta de la gloria de crear amor desde el movimiento objetos. La bolsa de basura abandonada junto a la puerta que luego no está nos cuenta esta mínima y bella historia: que había dos, alguien que la dejó y alguien que la vio y la supo reubicar amorosamente. Una casa no es un sarcófago, sino una conversación incesante, con su estruendo y su desmadre; a ver por qué creen si no que lo primero que hace un separado es exiliarse en los bares. También David Bisbal lo sabe: «Que me falta el ruido: sus pasos por la casa, siempre, ruido».
En Lost in Translation, Sofia Coppola no pinta la soledad desplegando grandes dramas, sino ensenándonos habitaciones de hotel en las que nada se mueve si uno mismo no lo mueve. Hay muchas estampas de Bill Murray atrapado en un tráfago en el que él figura como una pieza inmóvil; cuando se cruza con Scarlett Johansson, lo que cambia no son los paisajes de Tokio, sino la experiencia de vivir acompañado: de repente hay un vaso que ya no está donde lo dejó, una frase construida entre dos que queda flotando en el aire. La cinta tiene planos singularmente bellos, pero a lo que Sofía canta no es a la perfección de las cosas, sino a su danza vital y en última instancia inenarrable.
Hay gente llamando libertad e independencia a un decorado impoluto: a una escayola pesadillesca. Pero madurar es quererse en compañía. Llegar a ser adulto consiste en aprender a agradecer que la silla no esté donde la dejamos, que el mantel aparezca con una mancha, que la cama tenga un pliegue insospechado: los signos de que importamos a otras personas. Se acerca a toda velocidad la Navidad. Acordémonos de quienes viven entre objetos muertos y creemos algún movimiento. Brindemos también y demos gracias a Dios por ayudarnos a destruir nuestra soledad y la de los otros.


