De entre los muchos errores que cometemos los padres y los educadores y los que juegan a serlo y no debieran —es decir, los políticos—, pocos más gruesos y bienintencionados que conducir a hijos y alumnos y gobernados a lo pequeño. Es una tentación de confort que se traduce en insignificancia; algo que aquieta tanto como enferma. A lo mejor esa es la dolencia principal de la posmodernidad (a su lenguaje lo llamó Gianni Vattimo «pensamiento débil»), lo que queda de la descomposición que aún se puede llamar «burgués» sin disparatar demasiado. Y si hay algo curioso en la índole humana es lo bien que marida esta pequeñez con la grandilocuencia: cuánto liliputiense que a poco que pisa moqueta se cree una especie de Oráculo de Delfos o una quintaesencia.
Somos un empeño precario que, consecuentemente, se ha de querer pragmático. Quiero decir que hay sabiduría real en ser terrenal y humilde, y que ello no resta a nuestra dignidad, sino que la honra. Tampoco se puede ignorar cuánto se parece el paraíso a la Tierra Media: comidas en familia y bebidas entre amigos, una puesta de sol, una pipa y la gozosa espera del conticinio. Pero esta cotidianeidad hay que arrullarla como la arrullan los hobbits, tan preñada de normalidad como dispuesta a hacer el camino y derrotar a Sauron, y no con el ánimo principal de reconstruir el mundo —¡adanistas del mundo, disolveos!—, sino con la significancia que tiene querer ayudar a un prójimo.
El ser humano no muere de dificultad, sino de su ausencia. Se agosta y se macera en su propia salsa cuando menudea en lo fácil; nuestra alma pide épica. Queremos la sangre, el sudor y las lágrimas, y apenas nos sacia la gloria interpuesta (como la que nos suministra el fútbol). No queremos, en lo más hondo de nuestro ser, la felicidad, sino merecerla. Y cuando no avistamos odiseas en el horizonte nos entregamos en manos de los mercachifles o los Tambourine Man que por el mundo deambulan ofreciendo su mercancía averiada («Hey, Mr. Tambourine Man, toca una canción para mí | no tengo sueño ni ningún lugar al que ir»). Queremos sudar, sangrar y llorar por un empeño humano común que nos encamine a lo pleno: llámelo Chiva o Catarroja.
Pequeña es en cambio el alma del utilitarista posmoderno. No ha habido idea mejor para las sociedades y peor para los individuos; el utilitarismo, digo. Todo el bienestar que ha traído lo ha traído con la carga oculta de profundidad de la irrelevancia. El sueldito, el coche, las vacaciones —sobre todo las vacaciones—, las plataformas para ver series y las redes sociales, con sus rediles para compartir fotos y pequeñas envidias; quien en eso está camina, ufano, por el desfiladero. «El camino más seguro al infierno —hace decir C. S. Lewis al diablo en las cartas que escribe a su sobrino— es el gradual, la pendiente suave, blanda bajo los pies, sin giros bruscos, sin hitos, sin señales». Y en cuanto algo se resquebraja —alguna enfermedad, alguna extemporánea pérdida—, nuestra alma se despereza y grita.
No vamos a escapar a la muerte, y ni quererlo deberíamos, dado que es el fondo desde el que destacan todas las notas de nuestras vidas; no habrá escondrijo en el que arrebujarnos para ver cómo pasa. La tentación de lo pequeño es también la del superviviente a toda costa. «Los cobardes mueren miles de veces; los valientes experimentan la muerte una sola vez», le hace decir a Julio César Shakespeare; es esta clase de perdurabilidad a la que deberíamos esperar. Y conste que no he dicho, muy a posta, «conformarnos», porque no es eso, sino querer el oler el salitre y echarse a la mar para que ese salitre entre en nuestras venas. «Únicamente para perdurar nos concede Dios esta vida tan huidiza», decía Ramón Menéndez Pidal en una conferencia casi al cumplir los noventa.
Hay que ir hacia lo mejor aunque sea uno un friki, porque lo grande nos llama. Y hay que hacerlo con gozo de Bolsón —Bilbo o Frodo—, es decir, con alegría de explorador o guerrera. Por eso importan tanto los mensajes que oyen nuestros hijos y nuestros educandos (quien por suerte los tenga), la clase de conversación a la que los exponemos. ¿Qué nos oyen en el comedor, qué infieren de nuestras vidas, que hay o que no hay epopeyas? Escribe a este respecto Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes:
En relación con la educación de los hijos pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.
Sufrimos en nuestro tiempo, ante todo, de una acondroplasia moral galopante: acumulamos empeños que nos jibarizan. Baste decir que hemos hecho de la empleabilidad (¡la empleabilidad!) un eje de le educación, como si el hecho de que una señora o señor les vaya a dar un empleo en el futuro fuera a ser algo que les haga levantar de la cama a nuestros hijos, a nuestros alumnos. «La prosperidad une al hombre con el mundo», escribe también el diablo a su sobrino. «Siente que está “encontrando su lugar en él”, cuando en realidad es el mundo el que está encontrando su lugar en él». Como si ser empleable fuese aquello para lo que una persona se educa, en vez de serlo llegar a ser un ciudadano libre, una persona honorable, o desarrollar una profesión con la que honrar a su polis. Como si los niños vinieran al mundo «para cumplir sus sueños», en vez de para enorgullecernos a todos.
Vivir no es ninguna broma. Por ser una aventura riesgosa, extraordinaria y acre, se ceba con los pusilánimes. Como escribía Dante —ya bogaba por el Paraíso—, «no es derrotero de pequeña barca | el que surcando va, la osada proa, | ni de piloto que el esfuerzo tema». Siendo esto así, hay que atenerse a lo difícil y lo problemático. Aumentar la seguridad y ahuyentar la incertidumbre son tendencias naturales y hasta cierto punto buenas. Pero son tendencias que pueden volverse insalubres cuando queremos que nuestra vida sea singular al tiempo que la barca permanece amarrada a puerto. Cierto que en nuestras odiseas podemos achicharrarnos, pero ¿qué somos, sino una improbable incandescencia, y cómo íbamos a brillar sin arriesgarnos?
Que la última palabra sobre este asunto la diga Goethe: «La vida es breve. No la hagamos pequeña».