«Pero qué tontos que sois los normies». Este ha sido el último infrazasca —un zasca sin gracia ni sustancia— que me he llevado en Twitter. Y a uno, que hasta de una fresca mal tirada le apetece sacar algo, le ha dado por vichear qué es eso de los normies, qué son y a qué dedican el tiempo libre. Dice el diccionario Merrian-Webster que «normie» es nombre y adjetivo que significa a quienes tienen gustos, estilos de vida, hábitos y actitudes corrientes y están lejos de la vanguardia, y a las personas que, por lo demás, no son notables ni destacan. «Pues sí que soy normie», he pensado enseguida, y eso no ha sido lo peor, sino constatar la cantidad de normies que —juro que fue sin querer— conozco y amo.
El término, nacido hace casi medio siglo para que personas discapacitadas y en rehabilitación se refiriesen a quienes ni superaban trabas ni adicciones, ha terminado escorándose, como casi todo, al lado choni de la estética. Por eso lo han abrazado con fuerte achuchón los hípsters, una vanguardia algo retro con la que han hecho su agosto las peluquerías, Starbucks y los que fabrican comidas con forma de dónut (no se extrañe el lector si ya no ve mucho hípster en la calle: se los comieron los pikyblinders). Por ser el hípster viejoven, tenía que encontrar una clave para reírse de los demás convencionales: voilà, los normies. «Normie. Derivado de normal, del lat. normalis. Adj. Dícese de la persona normal o básica. Alguien común y corriente que sigue las modas», los define Anabel Palomares en Trendencias, y añade: «Son aburridos y nada interesantes. Se emplea para meterse con las personas felices, con una vida plena, despreocupada»; en definitiva, «que no son especiales».
Sopesando lo de los normies recordé lo mucho que he disfrutado este verano releyendo El señor de los anillos, una epopeya cuyos grandes protagonistas no son los majestuosos soberanos de Eriador, Gondor o Rohan ni los enanos o los elfos, sino los medianos, esos campechanos hobbits de costumbres cálidas e intereses corrientes que en las peores circunstancias asombran a todos con su extraordinario coraje. Tolkien le canta en su magistral obra a muchas cosas —al honor, la belleza, la verdad, la valentía—, pero subraya sobremanera el heroísmo de esta gente menuda de pies peludos, el valor silencioso (digamos, poco influencer) de estas medianías. Hay que diferenciar mediocridad y medianía. La medianía, como la torpeza, es una condición universal, pues todos somos medianos y torpes en muchas cosas, tal es la variedad de los asuntos humanos y tan vastas son nuestras carencias. La medianía es un hecho; la mediocridad, en cambio, se elige. La medianía se reconoce, con humildad y gallardía; si acaso importa y es posible, con propósito de enmienda. La mediocridad, en cambio, patalea y persiste en sus inferioridades, es rencorosa y detesta. Los hobbits son medianías, normies; los mediocres están todos empadronados en Mordor.
¿Qué quieren los normies? Pues lo normal: amar y tener amigos, un trabajo, un lugar donde vivir, y, bajo cualquier modalidad, una familia; tomarse una cerveza o un vino, fumar o que le rasquen la espalda, disfrutar de las cosas pequeñas y grandes de la vida. Se casan o no, algunos se divorcian, buscan la zona de confort como los toros las tablas, sangran; muchos intentan lo de ser felices y lo de ser buenos. La bondad es ciertamente muy normie, porque está sólo al alcance de quienes no están todo el santo día mirándose al espejo para recolectar particularidades como quien caza pokémons. Y son gente que lucha, estos medianos, gente que cae y se levanta, y todo sin mucho drama ni demasiadas alaracas, pues como dice Gandalf, «los hobbits tienen una capacidad de recuperación extraordinaria». Son los que aguantan este edificio en pie, nuestra polis, a pesar de las pandemias, las guerras y los políticos sin escrúpulos. Gente normal es la que desearías tener siempre a tu lado, y sobre todo cuando vienen mal dadas, gente correosa, leal y llana, y por eso le gusta tanto a Aragorn, que le dice a Andúril, su espada, alentado por el ejemplo de Sam, Pippin, Frodo: «No volveré a envainarte hasta que se haya librado la última batalla».
A mi hermano pequeño, en su penúltimo trabajo, lo contrataron en una mañana en la que entrevistaron a siete candidatos para su puesto por ser «el único normal de entre los que se habían presentado». Hay que estar en contra de toda estigmatización del especial y diferente: vale decir, saber ver su preciosa normalidad más allá de sus rasgos más saledizos y estrambóticos. Cualquier discriminación de lo que no es media estadística es una vergüenza a la que hay que plantarle cara. Punto y seguido: es esa normalidad que llamamos humanidad la que nos une y nos engrandece. Todo el mundo es familia de alguien —«Aragorn, hijo de Arathorn»; ahí está todo—, y a quien la desgracia se la arrebató hay que darle una por vía amistosa. Cuanto más estemos en eso, y menos en nuestras supuestas unicidades —Ja, ja, ja—, mejores serán nuestras vidas y nuestras barriadas.
Ya escribí en otra ocasión que una postura política que no sea conservadora y progresista (o sea, que aspire a conservar lo bueno y a conquistar lo bueno) es por naturaleza deficitaria. Lo que no tiene un pase es el progresismo anti-normie que desprecia todo lo pasado y abraza bobaliconamente todo lo futuro, los Atilas del «bien común»; los orcos, vaya. «Ninguna otra criatura pisotea el suelo de este modo», explica Legolas sobre los orcos. «Parece que se deleitaran en romper y aplastar todo lo que crece, aunque no se encuentre en el camino de ellos». Y además con qué alegría tan progresólatra, como Aragorn apunta: «Pero no les impide marchar con rapidez, y no se cansan». De esta progresía infatigable y desnortada son cómplices muchos autodenominados especiales, que han pasado de elegir personalmente cómo quieren intentar vivir —faltaría más— a entronizar sus particulares opciones como superioridades morales, despreciando todo lo que a ellos les parece mainstream y dando alas a la hornada de políticos más irresponsable desde la Constitución del 78. Lo que esta horda de orcos destroce, lo tendremos que reconstruir los normales; será con mucho sufrimiento, como avisa Aragorn: «Y más tarde tendremos que buscar la senda en terrenos desnudos y duros». A esa oscuridad nos aproximamos.
Ocurre, además, que en realidad todos somos normales, esto es, que todos tenemos nuestras especialidades. Unos más y otros menos, eso es cierto; en cualquier caso, construir una identidad en torno a cómo se corta uno la barba o cuán perforado o pintado esté su cuerpo es una forma bien epidérmica (vulgar) de considerarse distinto. Y además se repite tanto que da la risa constatar cuantos clones se consideran desobedientes y únicos, rebeldes con causa. Quienes reniegan de todas las opciones convencionales chillarían si supieran hasta qué punto son mainstream sus supuestas peculiaridades, sus no-quiero-tener-hijos-para-empoderarme (con lo normie que es no tener hijos, y punto), no-creo-en-Dios-porque-sé-que-no-existe (¿hay algo más normie que proclamarse ateo?), etcétera. Los tatuajes, sin ir más lejos, son más antiguos que el hilo negro; qué demonios, son ancestrales, y ya va para medio siglo que los tatuadores tienen hasta certificados y licencias, congresos y convenciones internacionales.
Especiales del mundo, desengañaos; estáis siendo estafados. Levantad la cabeza y comprobad que los mercachifles que alaban vuestra especialidad sólo os están segmentando, el truco más viejo del marketing. Mordor fue, es y será el egoísmo desbocado, y hasta allí, vía ensimismamiento, os pastorean uno a uno los políticos-sanguijuela que viven de ensalzar y fingir proteger vuestros rasgos distintivos. «Hazme un ejército que esté a la altura de Mordor», le dice Sauron a Saruman; hoy reclutaría sin duda en las redes sociales, entre los haters de los normies. Así funciona el individualismo expresivo, potenciando la falsa sensación de ser único para aislarte de tus semejantes, para en ese minúsculo establo ordeñarte en tanto consumidor o votante como si fueras una vaca holandesa. Oídme, espabiladas, gañanes: quitando a cuatro zumbaos y cuatro genios, sois todos normies. Y a mucha honra; no podéis apartaros ni un milímetro de la regla universal que dice que una mujer o un hombre valen lo que sus actos, y no lo que sus peculiaridades.
Por ahí vamos a reunirnos casi todos y acabar con esta creciente crispación que sólo aprovecha a los de siempre. Cuando volvamos a eso, a la fiesta de la normalidad que incluye el sagrado respeto de todas las especialidades, se disolverá como un anillo de humo —«un Anillo para gobernarlos a todos»— este continuo Armagedón en el que nos tienen enfrentados para exprimirnos como limones. Permítame, querido lector, esta veleidad futuróloga: un día Mordor caerá y podremos reírnos avergonzados de esta constante guerra civil entre conciudadanos. Le ruego que empiece, como yo, septiembre con una promesa de nobleza futura, porque le aseguro que esa chispa habita en nosotros. Y si flaquea en este propósito redentor, haga como servidor y lea a Tolkien, para poder escuchar a Gandalf: «Porque se ha dicho: “Cuando todo está perdido, llega a menudo la esperanza”».