Limones en el cemento

Tenemos un vecino que hace honor a su nombre. Se llama Ángel, y en verdad es uno de ellos. Durante años, cultivó nuestro huerto de forma ciceroniana. Lo digo por los latines: lo hizo motu proprio, y gratis et amore. Franqueaba el portón, que entonces solía estar abierto, y él solito se las componía para que, a partir de una semillas, allí acabaran brotando tomates, calabacines, calabazas y frambuesas; sobre todo, frambuesas. Entraba y salía de nuestra casa a voluntad, con la libertad que él mismo se había tomado —y, en el fondo, no hay más libertad que ésa—.

Sólo nos daba, de Pascuas a Ramos, indicacioes sencillas relacionadas con el agua. Como mi mujer, enfocada en cuestiones de cartelera, no solía cumplir las instrucciones, tenía que padecer de cuando en cuando alguna regañina amable —y se ve que, con buen criterio, le había asignado sólo a ella, más cuidadosa que yo, la tarea periódica de regar—: «Nada, que la aldeana no me riega», se quejaba nuestro hortelano. Y en ese «me» iba todo. Como cuando, por ejemplo, se le dice a un hijo «no me estudias». Tanto nos importa y nos afecta, que no podemos obviar el reflexivo, colándonos de rondón en la frase.

Yo, inútil absoluto para las cosas del agro, presenciaba los trabajos de nuestro vecino con admiración rendida. Sólo acertaba a recordar ese cuento mínimo que parece de Monterroso y que le había leído a Pieper: «Mi jardín, dijo el señor; y el jardinero sonreía». Pues lo mismo, pero con un huerto fecundo, más suyo ya que nuestro, con toda justicia.

Ahora, después de algunos cambios, ya no hay huerto, pero no por eso han cesado los regalos de nuestro vecino celestial e inmerecido. Ahora, gracias a él, tenemos algo distinto y extraordinario: un muro de cemento que da limones. Ha pasado ya muchas veces: entre los huecos del muro que linda con el camino, aparecen limones. Parece que brotan directamente de allí, que han surgido de la materia inerte, de una arcilla que alguien mezcló con otros materiales misteriosos.

No vemos las manos invisibles que nos los procuran. Y eso es lo más bonito. La discreción genera una ficción maravillosa: tenemos un muro cítrico. Como si tuviéramos un árbol en el que florecen sonetos o una fuente de la que manan canciones.

Se me dirá que lo anterior es una exageración lírica y una nadería. No creo que sea así. Por un lado, porque, bien mirada, la acusación de lirismo acaba honrando a quien la padece; y, por otro lado, porque pasar de la anécdota a la categoría siempre ha sido un recurso intelectual válido. Así que pienso quedarme aquí, contemplando contigo estos limones en el cemento, irregulares, amorfos y tercamente amarillos. Podríamos acaso hacer de esta cosa mínima el símbolo de una intuición más profunda: la de que, sin mérito alguno, todos los días recibimos algún regalo imprevisto y sorprendente.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).