Leer no es un talento, decía. Releer, tampoco, pero tiene algo de querencia: como el que vuelve a la misma silla en la terraza o al mismo plato en la carta. Releer es, también, una forma de consuelo, de reafirmación, de testar que seguimos siendo los mismos o que, si hemos cambiado, al menos no lo hemos hecho a peor. En mi caso, releer no es costumbre. Leo mucho y releo poco, por principios prácticos: el tiempo es limitado y el mercado editorial no. Así que cuando vuelvo a un libro es porque algo me empujó y me pilló sin excusas. No son necesariamente los mejores, pero sí los únicos que han conseguido colarse dos veces en una biblioteca diseñada para no repetir.
El camino, de Miguel Delibes (1950)
Leer a Delibes es como volver a casa por un sendero de cardos. En tiempos de hipérboles y verbos pretenciosos, Delibes no narra: observa. Se sienta al fondo, en un banco, y deja que sus personajes vivan su vida sin interferir. Sin alharacas. El camino es un monumento a la sencillez. No tiene grandes giros ni tramas monumentales, pero lo dice todo sin contarlo. Tiene humanidad, infancia, campo, muerte y una verdad que sólo se encuentra en los sitios donde huele a establo. Claridad sin artificio. Lo he regalado tantas veces que sospecho que más de uno lo ha usado de posavasos o directamente de papel higiénico. Y aun así, insisto. Porque su inicio y su final son, probablemente, el mejor círculo narrativo escrito en castellano. Y porque si no te emociona es que quizá te falte campo. O alma.
Drácula, de Bram Stoker (1897)
Lo leí con doce años, pensando que era una novela de miedo, pero me encontré otra cosa. Algo más denso, más elegante. Lo volví a leer con veintitantos y me sorprendió no encontrar tanto erotismo como recordaba. Será que la adolescencia rellena huecos. El caso es que Drácula no da miedo: genera tensión. Esa tensión gótica, espesa, que se te mete entre las costillas. Narrado a golpe de sugestión —cartas, telegramas, diarios— que le dan un verismo incómodo. Es el perfecto ejemplo de que el terror de verdad no grita, susurra. Bram Stoker no solo creó al vampiro definitivo; creó una obra inmortal. En todos los sentidos. El literario y el otro: el que sobrevive a los siglos, a las modas y a las adaptaciones infames.
El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (1846)
Si uno va a encerrarse en casa por una pandemia, que al menos sea con Edmond Dantès. Leí Montecristo durante el confinamiento, pero sin tesoro y sin foso: encerrada en un quinto en San Sebastián de los Reyes viendo a un vecino sacar la basura cinco veces al día y a otro fumarse la pensión. Montecristo es venganza, es folletín, es exceso. Dumas lo escribió por entregas y se nota: a veces vuela, a veces bosteza. Dicen que parte la escribió un tal Auguste Maquet, porque lo del ghostwriting no lo inventó Ana Rosa Quintana. El final no me convence —Edmond tenía que haberse echado solo al mar a esperar y confiar— pero se lo perdono. Porque es una novela total. Y tan larga que cuando terminas, puedes volver al principio y disfrutarla como si fuera la primera vez porque ya se te ha olvidado cómo empezó y quién era el abate Faria.
Rebecca, de Daphne du Maurier (1938)
No es una novela: es una trampa bien decorada. Un lugar opresivo donde todo huele a perfume rancio y a secretos mal fregados. Rebecca no es un personaje, es una presencia. Una muerta que no se va porque nadie se ha atrevido a decirle que cierre la puerta al salir. La protagonista no tiene nombre, sólo lo tiene el fantasma, eso ya te da una pista de la clase de sumisión que respira el libro. Du Maurier crea una historia asfixiante con gotas de costumbrismo enfermo y un gótico elegante, como un relato de Poe pasado por la plancha de una institutriz victoriana. El amor aquí es turbio, pero no por oscuro, sino por viscoso. De no saber si es deseo, miedo o simplemente dependencia con buenos modales. Como subir al trastero por la noche: sabes que no va a pasar nada, pero no puedes evitar el mal cuerpo.
El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati (1940)
Confieso que no me encantó a la primera. Me vi tan reflejada que me entró repelús. Hay libros que no quieres leer porque te miran demasiado a los ojos: a este le guardé rencor porque parecía escrito contra mí. Pero lo volví a coger. Y entonces entendí lo que Buzzati quería: agarrarte por la solapa, zarandearte y llamarte imbécil. Porque eso es El desierto de los tártaros: un grito sordo contra la espera, la rutina, el dejarse estar. Es lento, desesperante, desesperanzador. No pasa nada. Pero en ese «nada» está todo: la rutina, la vida que se escapa, los sueños que se diluyen, la falsa promesa de que algo extraordinario va a ocurrir. Es una bofetada existencial. Porque lo que dice —aunque una lo sepa— sigue doliendo más cuando lo pone otro por escrito.
¿Qué dice de mí que estos sean los libros que he releído? Pues probablemente nada, aunque pueda enumerar que tengo un radar para lo turbio, una paciencia moderada con lo denso y una clara preferencia por los finales que no resuelven nada. Que me gustan los libros que me devuelven a mí, aunque no siempre me guste lo que veo. Y que a veces hay que releer para comprobar que una sigue siendo idiota.


