La literatura no ha muerto sola: la han matado a piropos. La han matado con adjetivos al peso, metáforas sobadas y artículos que arrancan con «siempre me fascinó la belleza…» y terminan en la enésima puesta de sol con una copa de Negroni, una gaviota cabrona al acecho y una frase final que busca conmover, pero suena a ejercicio escolar con ínfulas de recital. Mucha belleza, sí: hermosura, lindura, gallardía, donosura, gentileza, incluso femineidad lírica, si se nos tuercen la mañana y el diccionario de sinónimos. Belleza en mayúscula, omnipresente, ubicua, plomiza. Un festival de encantos sobre un fondo de nada.
Se publica muchísimo. Escribir, escribimos todos. Como desahogo, como exhibicionismo, como castigo. Pero publicar sin respeto, eso ya es otra cosa. Artículos con tildes erráticas, puntuación neurótica, estructuras bizcas. El género autoficticio convertido en diario emocional de uso doméstico. Y no me entiendan mal: que escriba quien quiera. Pero que se publique sin mimo, se edite sin esmero, se confunda la literatura con la autocompasión o la autocelebración… eso es otro cantar.
Los intelectuales de fin de semana, que escriben como quien pasa lista en un congreso de esdrújulas; el joven que ha leído a alguien que leyó a alguien; esos que escriben entre tres y no hacen uno, pero rellenan el cupo de páginas sin que sobre una coma ni falte un tópico. Todo cuadra en su cosmogonía epistémica, que no es más que su timeline de Twitter. Les brilla la frente de tanta cursiva. Me acuerdo de un chaval que una vez me dijo que el mejor libro de Javier Marías aún no lo había escrito. Marías se murió al día siguiente. El chaval, por supuesto, se quedó sin leerlo jamás. Como tantos otros que dicen que escriben «porque leen mucho» bajo la sospecha de que han leído Cien años de soledad igual que han leído el BOE: en resumen.
Hay que leer para escribir, sí. Mucho. Pero leer no da derecho a escribir, del mismo modo que ver cuernos no convierte a nadie en Curro Romero. Y sin embargo ahí están, los aspirantes. Libros que huelen a humedad porque no se han abierto, clubes de lectura donde no se ha leído, pero se ha llorado mucho, charlas sobre autoras «que me atraviesan», aunque no sepan citar un título. Escribir debería infundir más respeto. Como los toros, que a mí siempre me han dado respeto, que no miedo, y no me verán ustedes a menos de veinte metros de uno sin talanquera mediante. Miedo sería no acercarse a la bestia.
Así se lo dije a Antonio cuando me propuso escribir sobre libros que previamente hubiese leído. Parece una obviedad, pero estos ojos han visto a gente leyendo el mismo libro desde 2021, y el lomo sin abrir, ni una esquina doblada, ni un mosquito espachurrado que dé fe de que ha pasado alguien por allí. Me apetecía del carajo leer. Pero también me apetecía escribir. ¿Y cómo cuadra eso con que haya ya demasiada gente escribiendo? Pues porque a mí no me da miedo: me da respeto. «Eso está muy lejos de ser un mal comienzo para escribir de lecturas», me respondió. Y aquí estoy. Para escribir sobre escritos, sobre quienes los escriben bien y también sobre los que los escriben peor de lo que merecen.
Leer no es un talento. Leer bien, tampoco. Pero si de algo puedo hablar es de libros. No me pondré plúmbea con lo que es para mí la literatura: de eso ya se ha hablado hasta la náusea. Pero no hay nadie a quien yo haya querido, quiera o pretenda querer que no tenga al menos un libro regalado por mí. Y eso, si no me da derecho, al menos me da currículum.
¿De qué escribiré aquí? De libros. De editoriales. De librerías. De lectores. De erratas, de tildes mal puestas y de aliteraciones que chirrían como un freno de bus en cuesta. De lo que me dejen. Los habrá que lean más y mejor, pero me lo han pedido a mí.
En definitiva: otra imbécil que escribe. Pero, señores… ¡cómo pone las comas!


