La vida centrífuga

El exceso de introspección lleva a una sobrecarga emocional o incluso a la parálisis, una situación en la que la persona se queda atrapada

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«La psicoterapia moderna, orientada hacia la introspección, puede en ocasiones fomentar el aislamiento subjetivo, desconociendo la interrelación de las problemáticas individuales con los contextos sociales más amplios». Es una pena que se lea tan poco a un autor profundo e interesante como Marino Pérez, psicólogo clínico y, hasta 2022, catedrático de Psicología de la Universidad de Oviedo. Su mirada sobre la psicoterapia es como debe ser respecto a todos los campos: crítica.

Hay gente a la que hace bien ir al psicólogo, pues estos profesionales cuentan con la formación y las herramientas necesarias —cuando son buenos, claro— para ayudarla justo en aquello que más necesita. Dicho esto, hay que admitir que hay una pulsión personal a la psicología y otras fuentes de autoconocimiento que puede irse de madre. A lo mejor suena raro dicho por un filósofo, pero hay serios peligros en el exceso de introspección; y si suena raro es porque no se entiende demasiado bien qué es la filosofía, que no consiste, de suyo, en autoinvestigación, sino, al contrario, en una indagación del ser humano y el mundo.

En sus libros, Pérez critica la tendencia en ciertas formas de psicoterapia —no todas— a profundizar excesivamente en los aspectos internos de la psique sin tener en cuenta los factores sociales que contribuyen al sufrimiento psicológico. Quiere esto decir que hay que ver en la proliferación de estas terapias, junto a un avance (por desestigmatizar una práctica sanadora y mejorar la cultura general psicológica), otro capítulo más de la errada deriva individualista. El exceso de introspección lleva a una sobrecarga emocional o incluso a la parálisis, una situación en la que la persona se queda atrapada en un ciclo sin fin de análisis que no se traduce en cambios efectivos en su vida o en la resolución de sus problemas. El exceso de introspección, explica este autor, puede inducir a la persona a ver el mundo como si fuera una extensión de sus propios pensamientos y emociones, sin que llegue a plantearse en ningún momento los factores sociales y estructurales que la afectan, lo cual es especialmente dañino, porque añade a la desazón un extra de culpabilidad.

El creciente malestar en cifras: en España, un 34% de la población ha sufrido problemas de salud mental (un 30% más que el año anterior), mientras que los casos de depresión se han triplicado entre 2019 y 2023, alcanzando casi un 6% entre los jóvenes con cuadros severos. El 72% de los españoles ha padecido estrés o ansiedad en el último año, y un 41% de los adolescentes ha tenido problemas emocionales sin llegar a pedir ayuda. Especialmente revelador es el fenómeno del brooding (la rumiación obsesiva sobre uno mismo), que explica en torno a un tercio de las ansiedades y las depresiones diagnosticadas.

La vida centrípeta es constitutivamente ansiógena. Ahora que a todos nos preocupan las cifras de la salud mental estaría bien que nos diéramos cuenta de la medida en que las causa ese camino enfermizo hacia el yo. A este barco le soplan las velas los «eres único», «has venido al mundo a ser feliz y realizarte», «tienes mucho talento» y el resto de los mensajes que, socapa de procurarnos más libertad, nos esclavizan. La era del narcisismo, que diría Cristopher Lasch, cursa en taras del carácter, y éstas, antes o después, dan la cara en la psique.

Lo cierto es que la vida buena «está ahí afuera»; que si, como dijo Sócrates, la vida, para ser digna, ha de tener una medida de reflexión, de ahí no cabe concluir que sea la autorreflexión la que más nos conviene. Somos un objeto de interés más bien limitado (por definición); si apuntamos tanto el catalejo al interior —a la altura del ombligo— no es en un gesto de libertad, sino más bien empujados por quienes sacan tajada de esa vida centrípeta. El gozo, el valor y la curiosidad de largo recorrido se encuentran en el mundo, y éste «no es lo que uno tiene dentro, ni lo que está en el corazón», dice Hannah Arendt en La condición humana; «el mundo es la pluralidad de los seres humanos, es lo que nos pone en contacto con los demás, y es a través de este mundo compartido que encontramos nuestro lugar en la existencia».

Como Pérez critica, el individualismo psicológico perpetúa la idea de que las soluciones a nuestros problemas se encuentran solo en nuestro interior, lo cual nos lleva a descuidar sin cuestionar las condiciones sociales (y por lo tanto económicas) que contribuyen al sufrimiento, para regocijo de la casta de siempre. Y esto es lo que nos ha estado ocurriendo, de unos años hacia aquí, y ahí radicó el perverso experimento social del confinamiento: cada vez más yo y menos nosotros. Sin embargo, «convertirse en adulto es descubrir que se está totalmente expuesto a las demandas, exigencias y mandatos del “mundo”», escribe Pierre Manent en Pascal y la propuesta cristiana, «y recibir y sufrir el peso de sus fuerzas diversas y a menudo divergentes en cada punto del espacio mental y emocional». Sin esta mundanidad que implica ir más allá de uno no hay madurez ni por lo tanto esperanza de que la vida sea buena.

Daniel Goleman escribió un bestseller mundial llamado Inteligencia emocional en el que se pedía para lo personal y lo psicológico un poco de todo, incluido lo intensamente social. Si hay un país que tiene una relación problemática y una relación enfermiza con lo individual —que exporta—, son los Estados Unidos. No hay que olvidar entonces de dónde proceden los manuales piscopatológicos DSM, y dónde echó sus virulentas raíces la posmodernidad, que es en buena media un proyecto centrípeto y dañino. No se trata de demonizar este país ni ningún otro; pero sí de apuntar que la cura tendrá que venir de una resocialización que acaso exija otro eje cultural; de una vuelta a la Modernidad que tal vez pase por una mediterraneización del corazón y el pensamiento.

Hay una cuestión filosófica que en general se ha entendido mal: la de la ciudadela interior, ese tropo estoico. Construir una íntima fortaleza es una necesidad indubitable, porque son muchos los embates de las circunstancias y de personas indelicadas y/o malintencionadas susceptibles de dañarnos. Pero ese espacio amurallado sólo tiene sentido si, cuando no hay contienda, las puertas permanecen abiertas, para que haya comercio, hospitalidad e incluso fiestas. Sólo una intimidad porosa puede aspirar a que su vida merezca la pena; y sólo una ciudad cuya gente viaja y se relaciona es una polis plena. «Que me pongan ventanas y puertas y que las abran. Me asfixio dentro de mí», escribió Alejandra Pizarnik.

No es cuestión de intraversión o extraversión, sino de antropología: se vive bien hacia afuera, y los otros no son, como dijo Sartre, el infierno, sino nuestra oportunidad más granada. Todo lo que uno averigua sobre la realidad se lo debe gastar en el mundo, en los otros. «Cuanto más se olvida uno de sí mismo —entregándose a una causa, a otra persona—, más humano se hace y más se realiza a sí mismo», escribe Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido. El enemigo principal del lúcido es el narcisismo, y es ahí donde nos empuja todo aquel que nos orienta la cabeza al ombligo. Claro que cada cual puede y debe elegir su nivel de exposición. Pero el ensimismamiento es un apocamiento, un camino que, si es más seguro, no por ello es bueno.

«En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad»; palabra de Antonio Machado. Hay tantas cosas que comprender, algunas de ellas complejas, que es suicida el camino centrípeto. La lucidez es una función de las compañías. Cierto que Montaigne alcanzó una suerte de plenitud encerrado en su casa con sus libros; pero, para ser honestos, hay cuatro que puedan alcanzar ese culmen como lo hizo Montaigne, quien, en última instancia, buscaba a través de sí acceder al ancho mundo. Quienes no somos geniales —ni falta que nos hace— hemos de aprender a abrir las puertas del corazón hacia afuera. «Centrifúgate, cariño»: esa sería mi filosófica propuesta.

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