De líderes o, mejor dicho, de aspirantes a serlo vamos bien surtidos, ay. En cambio, faltan modelos. Max Scheler nos llamó la atención con tiempo (en 1921) sobre esta descompensación —¿descomposición?— en su ensayo Modelos y líderes. «Los líderes exigen acciones, resultados, comportamiento. En cambio, el modelo propone un ser, una forma del alma». El líder exige ser seguido, mientras que el modelo —a menudo ignorante de su condición— nos deja la iniciativa. Partiendo de una admiración limpia, está en nuestra mano imitarlo en unos aspectos o en otros, adaptándolo a nuestra biografía y circunstancias. De los buenos son necesarios ambos, líderes y modelos, con la particularidad de que también los líderes necesitan —y más que nadie— modelos que les inspiren. Entre los grandes arquetipos de modelos, Scheler cita al artista, al santo y al caballero. Y nos recuerda que en los grandes tiempos de crisis la sociedad los requiere imperiosamente. Idea que retoma Redeker en Los centinelas de la humanidad. Los modelos no tienen por qué estar presentes, pueden ser figuras históricas o, incluso, tipos culturales o literarios, que, por fortuna, no faltan.
Los más atentos pensadores han tratado de recuperar estos modelos. Albert Camus, al que nadie en su sano juicio podría acusar de esnob, diagnosticaba: «Este mundo se mueve tanto —como un gusano al que cortan en pedazos— porque ha perdido la cabeza. Busca a sus aristócratas». Y se propuso escribir un Breve tratado de moral práctica o (por provocación) de aristocracia cotidiana, del que nos privó su temprana muerte. Roger Scruton se empeñó en ser sir Roger Scruton, y además lo consiguió. Juan Ramón Jiménez ondeó la bandera de una aristocracia inmanente.
El modelo de caballero presenta una preciosa peculiaridad. Hay un tipo específico para cada nación importante. Fácilmente reconocibles resultan el gentleman inglés, el homme honnête francés y el cortegiano italiano, el samurái japonés o «el hombre principesco» de Confucio. En España y Portugal contamos con el hidalgo, que es la bisagra moral de un iberismo interior. Salvador de Madariaga explicaba que el quid estriba en dónde se ponga el acento: «Los españoles, el honor; los franceses, el droit; y los ingleses el fair-play». Hegel reconocía que «los caballeros germanos son más rudos y a la vez más frívolos».
No sólo por particularismo peninsular, nos conviene reivindicar al hidalgo. Su ejemplo debería impregnar a lo mejor de la sociedad portuguesa y española como, según Inazo Nitobe, autor del tratado Bushido, el samurái lo ha hecho en Japón: «Llegó a convertirse en el beau ideal de toda la raza. “Al igual que entre las flores / la del cerezo es la reina, / así entre los hombres / el samurái es el señor” cantaba el pueblo. […] No había actividad humana ni vía de pensamiento que no recibiera en cierta medida un impulso del bushido. El Japón intelectual y moral era directa o indirectamente obra de la caballería». Para lograr el mismo impulso, nuestra hidalguía cuenta con grandes activos. El aviso de Ramiro de Maeztu es pertinente: «El porvenir perdido lo volveremos a hallar en el pasado». Es de las raíces de donde crece el impulso de las ramas más altas. Enumeraré siete activos de la vieja hidalguía.
1 Activa el pundonor al tiempo que desactiva el esnobismo. No es lo mismo que ser marqués, que no tiene nada de malo, y no tiene nada que ver con «ser un marqués», como coloquialmente se desdeña al estirado, tontito, tontaina o sibarita. La hidalguía es transversal. Cabe ser un hidalgo pobre, y la literatura española, con el buen instinto que la caracteriza, ha destacado esa figura. Y el refranero: «Hidalgos como el Rey, dineros menos». Lope de Vega en Servir a señor discreto subraya, con su garbo habitual, que la nobleza consiste en la hidalguía; lo otro son diferencias que no afectan a lo esencial: «Y sabe que la nobleza / está en la limpia hidalguía; / que lo que es caballería, / más consiste en la riqueza. / «Caballero» se deriva / de caballo, que este nombre/ le ha dado el caballo al hombre/ ¡mira en qué principio estriba!».
2 ¿Y de que se deriva «hidalgo»? Pues de algo esencial: de la condición de hija o de hijo. Uno de los grandes conflictos de nuestra época es el papel del padre. María Calvo, Manuel Mañero y Gabriel Albiac han escrito libros recientes defendiendo la vapuleada paternidad y, consecuentemente, la pervivencia de la familia. El hidalgo, por su propia naturaleza, aunque parezca anacrónico, asume en primera persona está batalla de la actualidad.
3 Y otra más, muy relacionada. Las relaciones entre los sexos. La hidalguía exige que las chicas sean señoras y los chicos caballeros. Pero no sólo en la «fermosa cobertura» de las buenas maneras, sino también a fondo. Ellas, asumiendo el papel principal de donna angelicata, esto es, de la amada que perfecciona, por el deseo de merecerla, al hombre que la ama. Y nosotros conjugando la delicadeza en el trato con la fiereza en la defensa. García-Valdecasas en El hidalgo y el honor nos recordó que «el español tenía como gloria que ningún pueblo se le pudiera comparar en su respeto y amor a la mujer».
4 Alfonso X, que era Sabio, nos pidió que encarnásemos esa paradoja constitutiva: «Los fijosdalgo…, de una parte, sean fuertes e bravos, et de otra parte, mansos et humildosos», en la Ley VII, título 21 de la Partida 2ª. Esto también resulta, de partida, rabiosamente necesario. Faltan modelos de virilidad para nuestros jóvenes que encaucen su natural energía. Transmitir que la fuerza es un error machista está resultando letal porque nos hace débiles y, además, cuando la represión se desborda, violentos.
5 La hidalguía es voluntarista y aventurera. Alonso Quijano se empeña, contra viento y marea, en ser don Quijote. Eso es una gran ventaja en estos tiempos faltos de nervio moral y de vocaciones magnánimas. El hidalgo sostiene su honra y se la gana con obras, de las que cada uno también es hijo. «Nadie es más que nadie… si no hace más que nadie». Mauricio Wiesenthtal ha estado listo viendo aquí una raíz teológica que arranca, no sólo de las novelas de caballerías, sino de los padres de Trento. La sola fe no basta; ni la mera genealogía. Nuestra clásica y paisana, Fernán Caballero, esto es, Cecilia Böhl de Faber, o sea, la marquesa de Arco Hermoso constataba: «El hombre se hace». Y el joven poeta Fadón Duarte, heredero de esta cosmovisión, se propone, en su primer e inminente libro Príncipes y principios, «llegar a ser el héroe en quien nadie creía». García Morente lo resume: «La hispanidad es el ascetismo de la persona. Es el afán de cada persona singular por llegar cuanto antes a ser quien es».
6 Para eso, el hidalgo ha de sacudirse el yugo del colectivismo, la horma de la horda, la uniformidad de las modas, la tiranía de la reglamentación, la tribulación de los tributos y la bota al cuello del pensamiento dominante, características todas de nuestro Estado de cosas. El hidalgo es constitutivamente individualista. Uno de sus lemas es: «Si todos, yo no». Y otro, mirando al prójimo con admiración: «Uno para mí es diez mil si es el mejor». Ama la libertad hasta extremos libertarios. Es un pariente cercano del emboscado de Jünger. Y, por esto, si no fuera una figura actual, sería una perentoria necesidad.
7 Sin embargo, su orgullosa independencia no excluye el afán de servicio. Al revés. La soberanía personal es un bien común. García Morante, perito en hidalguías, lo explica: «La caballerosidad del alma hispánica: servicio de la eternidad en lo temporal, servicio del espíritu en la materia. […] Lo que el alma española quiere es un mundo en donde cada alma, sea la que sea lo sea con dignidad moral. […] Ningún pueblo que ha vivido con el español se ha sentido vejado en su dignidad moral, ni nosotros nos hemos permitido vejar a nadie».
El nacionalismo conlleva defender contra los demás los intereses de tu nación, qué remedio. El patriotismo supone asumir los modelos más excelsos de nuestra tradición hasta la médula. El fidalgo portugués, el hidalgo español, el caballero de ultramar son arquetipos de un patriotismo interiorizado hasta la conducta cotidiana. Nos protege de muchos contagios. Nos invita a la aventura de una identidad integral.