A principios de octubre mi madre me pide que le acompañe a Santa Pola a ver al abuelo. Allí que vamos mi madre, mi hermano y yo. Yo quería volver a Madrid el mismo sábado. Dormir en Alicante es un rollo y el finde en Madrid siempre llega repleto de promesas que nunca se cumplen pero que vuelven a aparecer el siguiente finde.

Aparcamos en Santa Pola, comemos en el Burger King y visitamos al abuelo. Le pedimos que nos cuente el chiste de Benavides, un tipo que conoce a todo el mundo. El chiste termina cuando Benavides va a Roma con su jefe y saluda al Papa. Un chino se acerca a su jefe y le pregunta: «¿Quién es ese de blanco al lado de Benavides?». La primera vez que nos lo contó el abuelo tardó diez minutos. Mi hermano y yo no teníamos claro si era un chiste, un cuento o un suceso real. Ahora le cuesta más contarlo porque se le olvida el final. Luego recordamos cuando a Teresa le mordió Gunilo. Gunilo era un gato. Se ve que le dio un mordisco (más bien un pellizco con la boca) a mi hermana cuando ella tenía dos años. Luego salieron a dar un paseo y al volver Teresa señalaba la casa y se señalaba la mano. Mi abuelo cuenta con alegría el momento en que tenía una nieta tan lista. También recordamos que mi madre decía «cote» en vez de coche. Hoy está más cansado, o sea que no le pedimos que nos cuente historias de cuando fue capitán de barco y surcaba los mares.

Tampoco tenemos muchas historias que recordar. Mi abuelo se marchó a Alicante hace veinticinco años y dejó de hablar con sus hijos. Mi madre retomó el contacto el año pasado. La primera visita a Santa Pola fue tensa, pero rápidamente se normalizó todo. La enfermedad del abuelo ayudó a la reconciliación. También ayudó mucho Crispi, la cuidadora del abuelo. Enseguida fue también mi tío de visita. Luego fuimos mi hermano y yo.

Mamá se queda en Santa Pola y yo me vuelvo con mi hermano a Madrid. Mamá quiere asegurarse de que un cura visita al abuelo, que ya tiene ochenta y muchos años y ya no se mueve de la cama. Consigue que el párroco anterior vaya a casa el domingo. El abuelo dice que quiere confesarse. Habla una hora con el cura y quedan otra vez para el miércoles.

El martes ingresan a mi abuelo y mi madre hace la maleta. Le pregunto si no es mucha paliza: «Ya fuimos el finde». «Es cierto, pero mejor ir y que no se pase nada a no ir y que se muera». Mamá llega el miércoles por la tarde y mi abuelo fallece de madrugada.

Hablo con mamá al mediodía. Está tranquila. Hace un año habría recibido una llamada de una desconocida para avisarla. Ahora ha podido despedirse en condiciones. Luego dice una chorrada. Mamá tiene la capacidad de hacer bromas divertidas entre lo delicado y lo solemne. Mi tío también comparte ese talento. Debe ser algo de familia.

Saco muchas enseñanzas de los últimos meses. Pero me quedo con el ejemplo de mi madre. Viajar varias veces a Alicante, perseguir a un cura para que atienda a mi abuelo, hablar con la cuidadora, dejar de lado historias antiguas… con una madre así la cosa no podía terminar mal. Hay que mencionar también a mi tía. Es religiosa y vive en un país donde se persigue a la Iglesia. Seguro que a Dios le llega amplificada su oración. La tercera mujer en intervenir es Crispina. Una cuidadora que ha aguantado durante los últimos años a un señor cascarrabias. En esta historia hay unos cuantos milagros. Siempre a través de mujeres. La cuidadora, mi madre, mi tía… y la Virgen. No puede ser casualidad el equilibrio perfecto de enfermedad y desmemoria para dejar atrás las rencillas pero conservar la lucidez para poder reconciliarse. Si hay mujeres y milagros tiene que estar la Virgen de por medio. Ahora toca seguir rezando para que nos encontremos todos en el cielo y contemos el chiste de Benavides, el mordisco de Gunilo y cuando mamá decía «cote» en vez de «coche».