El siglo XX vio nacer dos obras homónimas y extraordinarias en el espacio de apenas veinticinco años: La condición humana de André Malraux es de 1933, de 1958 la de Hannah Arendt. Son bien distintas, a pesar de compartir nombre; pero ambas reflejan magistralmente una inquietud que también es la nuestra: ¿qué debe hacer una persona al enfrentarse a las fuerzas sociales, políticas y espirituales de su tiempo? La tensión entre lo individual y lo colectivo es de siempre, e impregna en cada ocasión nuestra vida moral y nuestras decisiones.
La novela de Malraux transmite como pocas la tragedia del ser humano que combate y la importancia de la acción y la lucha política. Ambientada en la China de 1927, durante la revuelta comunista en Shanghái, Malraux utiliza el conflicto como escenario en el que se mueven una serie de personajes que encarnan distintos aspectos de la naturaleza humana. Lo hace con grandes dosis de acción y escondiendo sus bazas filosóficas, como los grandes novelistas, es decir, sin resultar moralizante; y consigue que empaticemos con los protagonistas, desgarrados por la violencia. Kyo Gisors, el líder revolucionario, representa la esperanza y la búsqueda de un sentido trascendental en la acción colectiva. Cada cosa que hace nos parece cercana y a la vez arcana, accesible y remota. Pero Malraux no es un ingenuo: la revolución fracasa, y Kyo, enfrentado a la traición y el sinsentido, elige el suicidio antes que humillarse. Para el novelista francés, la condición humana se define por la lucha, sea esta contra la muerte, contra la opresión o contra la insignificancia, y en este sentido su obra prefigura la de los existencialistas.
Con el mismo título, Hannah Arendt publica una obra de filosofía política que analiza las actividades fundamentales de la vida humana: labor, trabajo y acción. La filósofa, sin duda entre las mejores de nuestro tiempo y muy superior a los Merleau-Ponty, Foucault, Deleuze y toda la canalla posmoderna, crea una pieza de orfebrería fina sobre cómo pensamos, decidimos y hacemos al enfrentarnos a nuestros dilemas morales. Arendt no se interesa por la lucha existencial del individuo aislado, sino por las condiciones bajo las cuales los seres humanos pueden vivir juntos en un mundo compartido. Su obra es un intento de recuperar el sentido de la acción política como una forma de libertad y creatividad, en un tiempo marcado por el totalitarismo y la alienación tecnológica que, por desgracia, empieza a sonarnos muy parecido al nuestro. Lo único que amarga de la lectura de su gran ensayo es comprobar hasta qué punto hemos ignorado sus enseñanzas.
Para Arendt, la condición humana está definida por la pluralidad: los seres humanos son distintos y hemos de coexistir en un espacio común. Ocurre, además, que nadie llega solo a ninguna parte. Mientras que Malraux ve la acción como una forma de desafiar el absurdo y afirmar la individualidad, Arendt la concibe como una manera de construir y renovar el mundo común. Este contraste refleja sus diferentes tradiciones intelectuales: Malraux, influido por el existencialismo y el romanticismo, se centra en la tragedia del individuo; Arendt, enraizada en la filosofía política clásica, busca comprender las condiciones de la vida en comunidad. Pero la tensión entre el individuo y la comunidad está en ambos. Los personajes de Malraux enfrentan la contradicción entre sus ideales personales y las demandas de la revolución colectiva y la resuelven mediante el sacrificio personal, una última forma de autenticidad en un mundo que constantemente traiciona sus valores. En el caso de Arendt, la tensión surge de la necesidad de equilibrar la libertad individual con la responsabilidad hacia los otros.
Arendt reconoce los peligros de la acción política cuando se desvincula de la reflexión y la responsabilidad; no en vano, escribe tras la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Ella es más consciente de los excesos de la Modernidad, aunque esta preocupación también resuene en la obra de Malraux. Ambos se dan de bruces con el problema del sentido en un mundo secularizado. Para Malraux, la ausencia de un sentido trascendental es una realidad que el ser humano debe confrontar con coraje, y sus vías de superación (imperfectas) son la lucha y el arte. Para Arendt, trascendemos mediante nuestra capacidad para crear y mantener un mundo compartido; la polis (su historia, que construimos) es la gatera por la que escapar al nihilismo.
Esa tensión entre el individuo y la comunidad merece ser pensada, porque todos lidiamos con contradicciones. Nos decimos que estamos trabajando por el bien común, pero también queremos que nuestro esfuerzo sea reconocido. Nos enfrentamos a sistemas que nos frustran, pero encontramos maneras de resistir, ya sea a través del arte, la política o simplemente compartiendo un buen chiste con amigos. El humor, al que Malraux o Arendt no recurren, aunque sí apuntan, es una forma elemental de resistencia ante el sinsentido. Especialmente ahora que se ha convencido a tantos de que estamos solos y jamás debemos juntarnos, el humor debe servir para reunirnos y recuperar la senda de la comunidad en lo humano. Solo así podremos ironizar sanamente sobre nuestras luchas y encontrar consuelo en el absurdo. El humor también nos conecta con los demás y nos recuerda que, a pesar de nuestras diferencias, todos compartimos la misma condición humana.
Mientras navegamos por un mundo lleno de desafíos, es útil recordar las lecciones de ambos escritores. Nos enseñan que la auténtica acción política implica responsabilidad y reflexión, y que el verdadero sentido surge de nuestras interacciones con el prójimo. Nos invitan, cada cual a su modo, a recordarnos hobbits contra Sauron. La épica de Malraux es revolucionaria; la de Arendt, más avisada, es de barrio. Ambos nos dicen, en todo caso, que la condición humana no es un estado fijo, sino un campo de tensiones y posibilidades. En un tiempo de crisis y transformación, sus obras siguen siendo esenciales, no solo para diagnosticar los males de la Posmodernidad, sino también como fuente de inspiración para imaginar un futuro más humano.