J. llegó a Madrid hace quince años, cuando su familia ya no lo podía cuidar. Tiene VIH y algunas cosas más. Se mueve en silla de ruedas, está medio ciego y tiene un brazo tieso. Cuando le preguntan cómo está siempre responde lo mismo: «Paralíticamente bien». Es muy de frasecitas. Tiene muchas sentencias impresas en su armario.

Lo conocí el año pasado, cuando empecé a ir a las sisters, las Misioneras de la Caridad que cuidan a pobres y enfermos. J. no llevó la vida que esperaban sus padres y terminó aquí. El día que llegó otro enfermo le preguntó si tenía viruta en el grilo. J no entendía. Quería preguntar si tenía dinero en el bolsillo. Los demás enfermos han estado en la cárcel o han sido drogadictos (muchas veces ambas). Uno cuenta con orgullo que formó parte de la banda del Jaro. Aquí es difícil ganar al dominó. Son jugadores de talego profesionales. En cambio, J. tiene estudios universitarios y sus padres estaban bien situados. Al principio no hablaba el mismo idioma que los demás, aunque con los años se ha ido adaptando. Ahora está encantado: «La universidad no me sirvió para nada, todo lo que sé lo he aprendido aquí».

Me acerco a las sisters para despedirme. Mañana J. se muda a otra ciudad, porque ha mejorado y su familia le puede cuidar otra vez. Se siente como el viejo de Cadena perpetua. Él mismo lo explica con una cita adaptada: «Estoy institucionalizado, igual que el de Cadena perpetua. Los muros que un día me oprimieron se han convertido en mi hogar». Volver al mundo le va a costar trabajo, porque ha cambiado mucho en quince años. Por ejemplo, cuando se enteró de que puede ir a un centro de día estaba impresionado: «Tuve que decirle a la trabajadora que tengo VIH y ella me preguntó en qué mundo vivo, me dijo que no soy un leproso y que puedo ir sin problemas».

Se le está haciendo difícil marcharse. Encima no para de venir gente a despedirse. Ha escrito una carta dando las gracias a los voluntarios, a las monjas y a todo quisqui con el que ha compartido su vida en los últimos años. Sigue siendo paralítico, pero se va con paz. Llegó con heridas y a través del cariño de mucha gente se ha reconciliado con su pasado y consigo mismo. Hoy repite varias veces: «Lo que antes era opaco ahora es cristalino».

J. nos ha regalado buenos ratos en los últimos meses. Se propuso juntar voluntarios y voluntarias jóvenes y solteros. No ha tenido ningún éxito, pero nos hemos reído mucho:

—J., no das una. A ver si me consigues una novia maja.
—Tío, espabila, que estás a por uvas. Yo más no puedo hacer.

La broma empezó cuando nos dijo que habían venido unas chicas muy guapas y habían preguntado por un amigo y por mí. Nosotros nos vinimos arriba hasta que mi amigo, en un arrebato de lucidez, dijo: «Pero J. está bastante ciego. A ver si solo va a estar ciego para lo que le interesa». Luego no salió nada, pero nos lo pasamos en grande comentando la operación con J.

Hay otra frase que J. dice mucho: «Y si no nos vemos nos recordamos, que también es bonito». La tiene en su armario y la escribe en su carta de despedida. Espero que este artículo le llegue y él también se acuerde de nosotros con mucho cariño.