Hace ya tiempo, mi amigo David Cerdá —ese hombre orquesta de las letras— me pidió algo breve sobre la atención. Escribí esto: «Andamos como pollos sin cabeza, picoteando de aquí y de allá, sin llegar nunca a centrarnos del todo. Es la era del movimiento perpetuo (Bellamy) y de la agitación (Freire). Lo veo en el trabajo: hay tanto que hacer, nos requieren por tantos lados, que no es fácil aplicarse a una sola cosa. Por eso se habla tanto de “poner el foco”: es el reconocimiento de que no sabemos bien dónde mirar. Pasa en todos los ámbitos de la vida. Un amigo nos cuenta algo y no le escuchamos del todo, porque, al tiempo que parece que le miramos, estamos espiando nuestro móvil. Nos creemos capaces de la multitarea, pero no es verdad: tratar de hacer dos cosas a la vez es la mejor forma de arruinar ambas. “Despacito y buena letra”, recomendaba Machado. Se trata, pues, de conjurar las prisas y de concentrarnos sólo en el rostro de quien tenemos enfrente. Eso es algo esencial para la vida buena. Decía Simone Weil que “amar es estar atento”. ¿Y cómo vamos a amar —me pregunto— con una inteligencia vagabunda y con un corazón disperso?».

Hasta aquí mi teoría, límpida y abstracta, sin el rasguño de la vida.

Unos días después llegó ese rasguño. Estábamos en casa, viendo todos una película que podría calificarse como estándar. Después de quince minutos, vi claro que la historia era previsible y, sin moverme del sofá —porque, en realidad, mi mayor gozo consistía en estar allí, con todos—, cogí mi móvil y me enredé en el scroll infinito. Mi hijo pequeño se dio cuenta, y, tras un par de minutos de margen, desde la altura moral de sus nueve años decidió intervenir. Ahuecó la voz y, como el profesor que se dirige a su alumno, me dijo: «Papá, por favor: ¡sólo una pantalla!». Touché. La criatura tenía razón, y, para no incurrir en una contradicción flagrante con lo que predico, aparté el móvil como si en vez de un teléfono fuera una serpiente. Fuera, fuera, bicha.

Hasta aquí mi realidad práctica, turbia y concreta, sin eximente ni atenuante posibles.

Es lo que necesitamos: que la realidad nos interpele, para que oigamos el choque estruendoso entre lo que decimos y lo que hacemos —y, ay, lo que no hacemos—. Los hechos ciernen las palabras. Lo que nos pasa depura nuestras ideas, y así puede que, al pasar por el cedazo de la vida, lo que pensábamos quede reducido a cenizas. Uno puede, por ejemplo, pensar y escribir sobre la falta de atención, y hasta ponerse estupendo y citar autores contemporáneos, y, cautivado por la lírica, pronunciar con unción el nombre de poetas pacientes. Vale. Pero serán sólo palabras. Luego vendrán los tuyos, los próximos, y te enseñarán que es bueno atender a una sola cosa. Y que el amor consiste en estar a esto poco de ahora.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).