Lo llamamos democracia, pero, en realidad, cuando funciona, es una oikocracia. Denme nueve párrafos y se lo explico.
La democracia, que sabemos que es la menos mala de las formas de gobierno, es, formalmente, el poder del pueblo, pero en la práctica se parece un poco más a la tiranía de los partidos, que hace tiempo que, en general, desconectaron de la polis, singularmente los mayoritarios, los que llevan más tiempo pisando moqueta. Para que esto ocurriera se han debido dar muchos factores, uno de los cuales es, desde luego, cierta prosperidad que ha adocenado a ese pueblo. Si este proceso se ha acelerado, causando el lodazal parlamentario que está a ojos vista, es porque cada vez somos menos oikocracia, esto es, porque cada vez son menos los hogares —las familias—, tanto en disposición nuestra como en número, y cada vez más los individuos aislados, que son con los que se relaciona la partitocracia. Los partidos políticos —unos más que otros, pero no entraré en ese asunto— llevan tiempo apartándonos para esquilarnos como a borregos. Divididos y enfrentados, somos mucho menos: quienes están haciendo esto lo saben.
Se aprende a convivir en los hogares, y eso es precisamente la democracia, en su mejor versión disponible: un modelo de convivencia. La democracia no es votar, como rezaba el bobo eslogan separatista, eso no pasa de ser un trámite; la democracia es la práctica de la coexistencia. Para que eso funcione bien, con respeto y sin violencia, hace falta entrenarse, porque el ser humano es tan solidario como egoísta, tan cruel como generoso; depende así pues de qué propensiones nuestras alimentes. Cuando vives en familia, a poco que esta sea buena, aprendes a convivir con quien piensa distinto y a estar con mucha gente que te ha tocado y a lo mejor ni te gusta. Las necesidades, en sociedad, son exactamente las mismas.
Tomemos, por ejemplo, el derecho al que llamamos «libertad de expresión» (con su poco de guasa). Para que este derecho sea valioso, y no una piedra que tomamos del suelo para arrojársela al de enfrente, necesitas que haya mucha gente que reflexione desde parámetros hogareños: a esta persona la tendré que ver mañana, voy a sentarme con ella a cenar o a ver la tele, tendremos que decidir cosas juntos. Pero, claro, si te han colocado en tu mugriento zulo virtual, en tu habitación o donde sea, y no sientes que compartes nada con los demás, si te han convencido de que eres un cliente ante Amazon, y no un ciudadano ante la polis, abusas de ese derecho a la libertad de expresión como un perfecto miserable, oculto tras tu pasamontañas digital, paseando tu ignorancia orgulloso por interné, etcétera. Contabilizamos entonces un derecho más de esos que hemos vuelto prácticamente inservibles, y pronto llega el gobierno de turno amenazando con quitártelo en el momento en que consiga librar a los suyos y acallar a los de enfrente.
Creo que la turismofobia creciente, con la que tanto nos han molestado este verano, es otra señal de la profunda crisis de la oikocracia. Vaya por delante que un turismo ordenado y no salvaje es siempre deseable, y tan inteligente como no rajar la gallina de los huevos de oro especialmente en un país como España, que tanto depende de esos euros. Dicho esto, sorprende ver a tantos que se dicen progresistas arremetiendo con que haya tanta gente que se pueda ir de vacaciones, y tanto autoproclamado demócrata que en realidad es demofóbico. ¿Cómo están pidiendo la abolición de los pisos turísticos quienes no pueden ignorar que en este empobrecido país nuestro un piso de esos y unos pocos días es ya la única posibilidad de muchos de irse de vacaciones? La razón de esta incongruencia, además de las dificultades para pensar, me parece que es esta: buena parte de ese progresismo es individualista hasta la médula, y le revienta, por falta de entrenamiento también, compartir espacio con mucha gente que ni le va ni le viene o directamente desprecia. Son progresistas susaníticos, gente que en lo más hondo de su ser suscriben las palabras de Susanita, el hipócrita personaje de la Mafalda de Quino: «Amo a la humanidad. Lo que me revienta es la gente».
El modo en que convivimos determina nuestra relación con la gente. En términos sociológicos o psíquicos, y para que se me entienda: se vuelve uno un pejiguera cuando hace toda su vida en pareja o peor, solo. Las lecciones que se aprenden en un hogar donde hay convivientes diversos son impagables para la vida adulta y democrática. Qué gran tarea política, entonces, la de los hermanos, esos seres con los que, en determinadas fases de nuestra vida, nos llevamos a matar, tan distintos y tan iguales a nosotros; nos instruyen en la convivencia duradera, en el disenso desde el perdón, la competición desde la entrega, lo común y necesario. Es obvio que no te democratiza así ni un gato ni un periquito. Y qué maravilla tener a mano una abuela que nos cuente batallas que a lo mejor nos pillan a trasmano, pues también nos democratiza interesarnos.
Hace unos años Meta, cuando era Facebook, sacó un anuncio en el que una joven estaba sentada con su abuela durante la cena. La abuela no paraba de hablar de algo supuestamente aburrido; la joven miraba su teléfono, en cuya pantalla aparecían vídeos musicales y de una pelea de bolas de nieve. El mensaje de la compañía de Zuckerberg apenas ofrece dudas: no tienes por qué estar en la habitación con tu familia; tu teléfono es una escotilla por la que puedes escapar, y está siempre al alcance de tu mano. Seguro que todo esto es muy moderno, y nada más tradicional que una abuela; pero la cuestión es que no ser capaz de prestar esa atención a una persona con la que convives (y además es tu sangre) para que un millonario con la sensibilidad y la moral de una cebolla se enriquezca mientras nosotros miramos pamplinas es, además de imbécil, antidemocrático.
En virtud de las leyes matrimoniales vigentes en la China de Mao, el divorcio se completaba en dos semanas y con un coste de unos cuatro euros, e incluso si uno de los dos no quería, por la por la mera «desaparición del afecto» (sic). La razón, por supuesto, es que nada interesa más a un Estado totalitario que disolver los lazos familiares, que son los que posibilitan los individuales. La libertad que sustenta las sociedades abiertas tiene muchas fuentes doctrinales y prácticas; pero sin duda es una de ellas la familia (lo que un marxista simplón —sirva el pleonasmo— llamaría «la burguesía»).
Cuantas menos familias haya y más individuos aislados, más se tensará la cuerda social, más polarización y más acritud habrá, y la democracia, que es también un ideal moral y una práctica de convivencia con quien, nos parece, tiene mil defectos, algún día terminará colapsando. No conozco la solución para promover que haya más familias, un problema intrincado en el que los gobiernos, por poco que hayan hecho, en casi todos los sitios han fracasado. Hacer algo más que nada, que es lo que ahora se hace, sería de ayuda; pero no pienso rebajar la complejidad de ese asunto. Sí sé, en cambio, cómo se construye un oikos en sociedad, cómo hacer que la gente ame y entienda la ciudad de todos: a través de la ética, que ha desaparecido de nuestros proyectos educativos, y de un sano patriotismo, moderno, precisamente ecuménico y orgulloso de lo que fuimos y podemos ser y no hemos sido.
«La supresión de esa estructura fundamental», decía la filósofa Chantal Delsol en un reciente artículo en Avenir (“La famille comme fondement de l’idéal démocratique”), refiriéndose a la familia, «supondría la supresión de nuestras sociedades mismas». Urge refamiliarizar nuestras sociedades libres, que han llegado tan lejos en la deriva individualista que se asoman al precipicio de su autodestrucción democrática. Necesitamos más gente que pueda y quiera estar con gente que no termina de gustarle; respetar a quien nos gusta es demasiado fácil.