Pese a los discursos oficiales, la presión de todas las instituciones y las campañas contra los vehículos a combustión, el coche eléctrico sigue fracasando en España. A pesar de la propaganda, la cuota de mercado apenas alcanzó un 5,6% de las nuevas matriculaciones en 2024, muy lejos del 13,6% de media europea (en los países nórdicos, el eléctrico ya es mayoría).
Para la inmensa mayoría de los conductores españoles, el coche eléctrico no representa una alternativa real, sino un producto elitista, vendido, cuando no impuesto, a fuerza de restricciones, propaganda y promesas tecnológicas alejadas de la realidad. El rechazo no responde únicamente a una cuestión económica. El modelo de electrificación promovido por gobiernos y fabricantes responder a intereses industriales y fanatismos ideológicos, más que a un avance tecnológico real o a una mejora de las opciones y condiciones de vida de los usuarios.
Los vehículos eléctricos nuevos siguen siendo notablemente más caros que sus equivalentes de gasolina o diésel. Y, aunque existe un incipiente mercado de segunda mano, sus precios tampoco son competitivos después de usados. De hecho, pierden hasta un 50% de su valor en tan sólo tres años, una depreciación acelerada que genera desconfianza entre los potenciales compradores. Además, quienes adquieren un coche usado eléctrico encuentran baterías degradadas, piezas costosas y escasa garantía real.
Alto precio, baja utilidad
Uno de los principales engaños es la autonomía anunciada. En condiciones reales, los vehículos ofrecen de media un 15% menos de lo prometido por los fabricantes. Esto se debe al uso del protocolo WLTP, que mide la autonomía en situaciones ideales: 23 grados de temperatura, sin climatización, sin pérdidas de carga ni subidas de pendiente. Condiciones de laboratorio que rara vez se reproduce en carretera.
En lugar de adaptar los datos a las condiciones climáticas del punto de venta, o siquiera de corregir algo que es a todas luces una estafa, muchas marcas optan por publicitar cifras llamativas que inflan las expectativas del consumidor. Incluso la OCU ha exigido mayor transparencia y la obligación de indicar la autonomía real en condiciones urbanas y en carretera, diferenciando ambos usos. Hasta ahora, sin éxito.
Tampoco las infraestructuras acompañan al relato. España cuenta con una de las redes de recarga más limitadas de Europa, especialmente fuera de las grandes ciudades. Para la mayoría de los españoles, residentes en bloques de pisos sin plaza de aparcamiento propia, instalar un cargador doméstico es imposible o carísimo. A esto se suma la lentitud de muchos puntos públicos y la falta de mantenimiento. La recarga rápida sigue siendo anecdótica. Y cuando existe, suele estar asociada a precios elevados, aplicaciones específicas, fallos técnicos y esperas prolongadas. Así, hacer un viaje largo en coche eléctrico continúa siendo una odisea.
Ganan el Estado y la industria a costa del consumidor
El cacareado Plan Moves, principal instrumento estatal de promoción del vehículo eléctrico, es además lento y requiere un tedioso proceso burocrático. Aunque ofrece hasta 7.000 euros de subvención, muchas solicitudes tardan meses en resolverse y otras se quedan en el limbo administrativo. Asumir el coste inicial sin saber cuándo llegará la ayuda es inviable para la mayoría. Existe también una deducción del 15 % en el IRPF por la compra de eléctricos e instalación de cargadores, pero su aplicación es desigual y mal difundida. Son argumentos más beneficioso para el vendedor y el recaudador que para el comprador.
El discurso oficial insiste en presentar el coche eléctrico como la única vía para reducir emisiones, sin cuestionar su impacto ambiental real ni su viabilidad. Se ocultan, por ejemplo, el coste y el riesgo ecológico de producir baterías de litio, el consumo eléctrico de una red saturada o la generación de residuos altamente tóxicos. El mantra de la movilidad sostenible, tan globalista, es repetido en España igual que en cualquier parte, ignorando el contexto social, geográfico y económico.
El coche eléctrico en España, como en todas partes, un producto dirigido a compradores de alto poder adquisitivo, usuarios esporádicos, con garaje propio y dispuestos a adentrarse en una selva en busca de ayudas fiscales. Lejos de «democratizar la movilidad sostenible», su imposición provoca una brecha social buscada. Mientras una casta verde se beneficia de ventajas fiscales y carriles reservados, del aparcamiento de casa al de la oficina y vuelta, la mayoría de los autónomos afectados se ven forzados a hacerse con un vehículo eléctrico si quieren trabajar, por ejemplo, dentro de Madrid 360.