Las Zonas de Bajas Emisiones (ZBE) fueron el gran reclamo electoral de aquellos ayuntamientos de extrema izquierda encabezados por Podemos y sus marcas moradas que alcanzaron a lomos del PSOE las alcadías de casi todas las grandes ciudades españolas, y la gran mentira de los alcaldes del PP que les sucedieron entre promesas, precisamente, de acabar con ellas, pero hacen lo contrario.
La Ley de Cambio Climático y Transición Energética, globalista y biensonante, fue aprobada por el Congreso de los Diputados con la única oposición de Vox. La norma obligaba a todos los municipios de más de 50.000 habitantes a implantar una ZBE antes del 1 de enero de 2023. Dos años y medio después, son 49 los municipios que la han impuesto con vigilancia humana y tecnológica, importantes restricciones efectivas y, por supuesto, marco sancionador.
Otras localidades han optado por versiones simbólicas en lo formal, pero reales en lo recaudatorio. Algunos ayuntamientos se han negado a a imponer una ZBE a sus ciudadanos —y a los de fuera—, sin miedo a «las multas de Europa» que arguyó José Luis Martínez-Almeida para no sólo incumplir su promesa de acabar con el Madrid Central de Manuela Carmena, sino ampliarlo y llamarlo Madrid 360 —que no quepa duda de que el control es total—. Tampoco le importó la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM), que anuló las zonas de bajas emisiones de la capital en septiembre de 2024.
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Más allá de las restricciones concretas, los consistorios sí han sido diligentes en imponer las ZBE como en una fuente de ingresos a través de un régimen de multas que ha disparado la recaudación, con los vecinos como víctimas y, lo que es aún más grave, quienes residen en otros municipios y siquiera pueden votar contra quienes les saquean.
Madrid es el epítome de la mezcla de fanatismo climático de los unos y la mentira de los otros que representan las ZBE. En 2024, las multas relacionadas con Madrid 360 y otras restricciones de circulación alcanzaron 144 millones de euros, el 72% del total de sanciones de tráfico. Desde que Almeida asumió la alcaldía, gracias a la promesa de acabar con la medida, la recaudación por multas se ha incrementado en casi un 50%, de 142 millones en 2019 a más de 211 millones en 2024. La tendencia no se detiene: este 2025 se espera superar los 400 millones de euros.
En Barcelona cuatro de cada 10 multas de tráfico están vinculadas a la ZBE. Y la distribución territorial de las sanciones también es llamativa: distritos como Nou Barris, con menor renta media, concentran un porcentaje desproporcionado de las multas, pese a tener menos población y menor densidad de tráfico que otras zonas.
En Valladolid la traición del gobierno municipal a sus votantes es comparable a la de Almeida a los madrileños. El alcalde, Jesús Julio Carnero, asegura que sería «el primero en eliminar la ZBE», mientras reconoce que «es un acuerdo de Gobierno, guste o no» ente el PP y Vox. Un compromiso polítco recién estrenado con multas de 200 euros que ha alcanzado el conflicto judicial. Hasta Ecologistas en Acción ha denunciado que la ZBE implantada es «fraudulenta», y ha pedido la devolución de más de 15 millones de euros de fondos europeos, al considerar que no cumple con los requisitos técnicos ni ambientales que justificaron su financiación.
Para sorpresa de nadie, las ZBE en España se han revelado como un método brutal de recaudación para los ayuntamientos que las imponen. En especial, a costa de habitantes de otros municipios sin medios para renovar su coche. Un impuesto geográfico impulsado por una suerte de opacidad normativa: en muchas ciudades no hay señalización clara, los criterios cambian con frecuencia y los recursos contra multas se enfrentan a largos trámites administrativos.
Imposición global
Contra los alcaldes que ignoran la norma, el Ministerio para la Transición Ecológica prepara un nuevo decreto para obligar a establecer sistemas de control automáticos, cámaras, régimen sancionador, señalización adecuada y transparencia en la ordenanza. Las consecuencias de no hacerlo, por supuesto, son de carácter económico: la retirada de ayudas europeas, supranacionales, o estatales.
Las ZBE en España y en cualquier parte, cómo no, responden a varios Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030: mejorar la calidad del aire (ODS 11), proteger la salud (ODS 3) y combatir el cambio climático (ODS 13). Todos tan aparentement benéficos como perniciosos en la práctica. Se trata de una medida que penaliza sobre todo a quienes no pueden pagar un coche nuevo. Al que puede o no necesita un vehículo para trabajar no le importa.
Lo que el márketing verde vendió como una herramienta contra la contaminación se ha impuesto como un negocio. Las ZBE son el símbolo de la desigualdad urbana: una medida que castiga a los menos acomodados y llena las arcas municipales con el planeta —el aire— como pretexto. Estar obligado a comprar un vehículo eléctrico no debería depender del código postal.