Si aún crees en la dignidad y en la justicia, si sigues sin comulgar con ruedas de molino, si te agobia el latente desconcierto moral o no dejan de sorprenderte las continuas muestras de, con diferentes disfraces, falacias, cinismo e hipocresía, estás en el camino correcto, en el del Bien —intencionadamente con mayúscula inicial—, en el de El bien es universal que, a través de Ediciones Rialp, propugna y defiende David Cerdá en su última entrega literaria.
Y, si como entrante no te atrae o te resulta insuficiente, además, te anuncio que corazón y bondad son parte de la partida desde la primera página a través de las citas iniciales del autor, términos y pistas encaminadas a superar el reto para cumplir con la misión de esta aventura. Como se puede imaginar tras este preámbulo, no hay excusa para no darle una más que merecida oportunidad ahora que, en ausencia del Bien, el Mal se ha hecho fuerte, poderoso, sabedor de sus posibilidades en un mundo y una sociedad incapaces de sobrevivir ante, se mire por donde se mire, tantas muestras de desolación y decadencia por, principalmente, exhibir debilidades en esos excesos de tibieza y complejos a los que se ha venido acostumbrando la sociedad occidental. Y ya se sabe aquello de que todo exceso es un defecto. De éstos, de defectos, hemos llenado nuestras mentes, nuestras vidas, nuestras prácticas, nuestro futuro e, incluso, el de generaciones cuya herencia recibida va a distar en gran medida de la que nos legaron nuestros ancestros. En otras palabras, el huevo y la castaña.
Corto y al pie, alto y claro, sin tapujos ni complejos, y con la excelsa universalidad del Bien como estandarte, Cerdá vuelve a atreverse a, de manera objetiva, diseccionar la realidad que nos corroe con la precisión, claridad, transparencia y limpieza de ese ejemplar bisturí al que ya nos hemos acostumbrado en obras anteriores como Ética para valientes (Rialp, 2020), Filosofía andante (Monóculo, 2023) o El dilema de Neo (Rialp, 2024). Partiendo de su inconformista e incómoda pluma para el establishment actual, la tibieza puede esperar o seguir buscando amparo o refugio entre el servilismo de escritores y articulistas adeptos y adictos a la sumisión, a la voz del amo que mueve marionetas a su exclusivo antojo.
Cerdá, por el contrario, se siente seguro apostado en una infranqueable y privilegiada atalaya desde la que defiende sus irrefutables argumentos al mismo tiempo que divisa lo que se cuece en su entorno. Es capaz de batirse a diestro y siniestro por la dignidad y la justicia sin ofrecer dudas del arma al uso en este duelo: sable o pistola, ciencia o historia; hacha o cuchillo, filosofía o literatura, con la única armadura de la objetividad del Bien y la diversidad de su vasto conocimiento. Para sus oponentes y detractores, aviso a navegantes: el rival en cuestión y sus propuestas apuntan alto en esa objetiva realidad que tanto cuesta describir o abordar cuando, contra viento y marea, te postulas en el lado del Bien. La otra apuesta, la del lado oscuro, parece más segura porque hay más ráfagas de viento a favor impulsadas por el poder de élites, planes o agendas y su pérfida ideología, pero su estrategia tiene fecha de caducidad ante exposiciones como la que nos ocupa.
El título de la obra es un desafío a ese mal en ciernes, persistente y, también, cansino por su continua frecuencia en viles demostraciones de egoísmo extremo que no son más que la sintomatología de nuestro tiempo, de días opacos, turbios u oscuros en los que una buena conciencia es incapaz de brillar, de hallar su sitio entre los laberínticos e inacabables recovecos que la maldad recorre dejando infame rastro y devastadora huella. Siempre hay sitio para el Mal, que no requiere asueto, pero es evidente que una pugna, una pelea, una contienda o un combate son magníficos receptores de su despreciable caldo de cultivo. Su condición simplemente precisa de bandos opuestos, los que ofrece la recurrente y progresiva discordia, para que los brotes de malignidad hagan acto de presencia y, en su mortal metástasis, consigan enturbiar el panorama que contemplamos alrededor.
Y en ese desafío, Cerdá reclama ayuda, un grito desgarrador capaz de sumar individuos cuyas fuerzas vayan al lío, al barro, al fregao de marras, a presentar batalla ante malos pensamientos, mezquinos intereses, retorcidos idearios y ese subjetivismo —o nihilismo, amoralismo o relativismo— que atenta contra nuestro honor, nuestras ansias de victoria o la dignidad de nuestros iguales, maniatados por la cobarde inacción e indefensos por una penosa y alarmante falta de convicción.
Entre las páginas finales del libro, hallamos un merecidísimo guiño al poeta irlandés W. B. Yeats a propósito de sus proféticos versos en La segunda venida: «Todo se desmorona; el centro ya no puede sostenerse, la pura anarquía se ha desatado en el mundo…» en un sutil toque de atención a lo que, si no hay reacción, se nos viene encima debido a las significativas ausencias de no sólo las convicciones, la puesta en práctica de las virtudes o los valores de antaño, sino la excesiva y apasionada intensidad de la lucha de los «peores» individuos, esos ante los que, como diría el polifacético Julius Evola, hemos de resistir para mantenernos en pie en un mundo en ruinas.
Y en esos malos presagios de ruindad actual se encuentran multitudes de ejemplos de la miseria derivada por el abandono del prójimo, del auge de las vanidades, de excentricidades varias, de los excesos de exposición y conexión virtual que han obviado o nublado el perdón, la caridad, la conciliación, la fraternidad o la compasión, favoreciendo lo cutre, el postureo o la virtualidad en, sin ir más lejos, las redes sociales, detonante inesperado del debate que originó este ensayo de Cerdá, esta nueva singladura en la que se atreve a embarcarnos con aventuras para la reflexión en pos de la verdad, el amor, la belleza y, desde esta nueva andadura, el Bien, no sin antes afrontar una ajetreada travesía hacia la Ítaca del conocimiento y la humanidad, punto de destino de unas líneas finales que puedan hacernos arribar a buen puerto.