Peter Seewald, biógrafo y estrecho colaborador de Benedicto XVI, explicó con unas bellas palabras cómo era aquel tímido teólogo alemán al que muchos tildaron de ultraconservador: frente a la idea que todavía hoy pervive en innumerables conciencias, «Benedicto XVI no fue ávido de poder. Su “conservadurismo” no fue un sinónimo de pacto con el status quo sino inconformismo en un presente que idolatra el progreso». Seewald, de alguna forma, recordaba entonces una certeza: la Iglesia aspira a superar los marcos ideológicos que ofrece el mundo como corsés inamovibles.
Justamente por eso en el maremágnum de divisiones y fragmentaciones ideológicas y sociales, la Iglesia Católica todavía reclama para sí una pretendida universalidad. Es una verdad profunda: el catolicismo busca abrazar a unos y otros —conservadores y progresistas— bajo la bandera de Cristo, que ondea para todos sin distinción. Los católicos, por tanto, aunque inmersos en el mundo y en sus dicotomías políticas, económicas y sociales, aspiran a superar toda fragmentación ideológica que los aleje, precisamente, de su universalidad inherente. ¡A eso aspiramos!
Las palabras de Seewald, y la vida y la obra de Joseph Ratzinger, nos recuerdan por tanto que la distinción entre lo «conservador» y lo «progresista» dentro de la Iglesia es profundamente ambigua y peligrosa. En nuestra mente todavía anidan sesgos y percepciones forjados en el totalizante —y agotador— debate político. ¿Podemos entonces concluir que Benedicto XVI era un Papa conservador? ¿Acaso negar la mayor y sostener que fue más bien un pontífice progresista? Vayamos con finura a una definición eclesiológica, teológica y filosófica, y partamos juntos de la posición de nuestro pensador frente a la tradición, el tiempo presente y el uso de la razón dentro de la fe. No parecen escasos ingredientes.
El marco de esta serie de artículos, en los que iremos deconstruyendo el mito conservador de Ratinzger, nos lo ofrece un prestigioso académico italiano: Massimo Faggioli. En palabras de este historiador de la Iglesia y uno de los principales estudiosos del concilio, «la etiqueta de conservador suele atribuirse a quienes interpretan la tradición como algo estático, cerrado a la evolución doctrinal y social, mientras que el progresismo implica una apertura al desarrollo del pensamiento teológico en diálogo con los signos de los tiempos». Según estas líneas —que nos van a guiar en este camino—, conservadurismo y progresismo, en el seno de la Iglesia, corresponden por tanto al grado de apertura a la novedad y al uso de la razón en el diálogo con el mundo contemporáneo.
Así pues, este inmovilismo estático del que habla Faggioli no puede ser en absoluto aplicado de forma generalizada a Benedicto XVI. Aunque fue durante años Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y desde esa posición defendió posturas doctrinales firmes, lo cierto es que el pensamiento de Ratzinger reúne elementos de modernidad y diálogo que escapan a la lógica de una teología reaccionaria. Este discreto teólogo, acaso el pensador más brillante de nuestro siglo, fue ante todo un hombre abierto al desarrollo del pensamiento de la Iglesia, precisamente porque era un sincero conocedor de los desafíos de su tiempo.
Pero nada de todo ello ha sido suficiente. En este tira y afloja de etiquetas, la historia ha sentado una conclusión errónea: Benedicto XVI fue un papa conservador, un hombre alejado de su época, un reaccionario al frente de la Iglesia. No sólo fueron los medios de comunicación, sino también destacados intelectuales los que pronto etiquetaron al tímido pensador como el «Rottweiler de Dios», «Panzerkardinal», «Pastor alemán», «El Gran Inquisidor», «Benedicto el Rígido» o «Cardenal No». Más allá de la poética de estos apodos, en la que profundizaremos a lo largo de esta serie de artículos, un eco todavía se escucha dentro y fuera de los muros de la Iglesia: estos sobrenombres describían con precisión, quizás afilada, la personalidad de Ratzinger y el pontificado de Benedicto XVI. Pero esto no es verdad.
Una lectura sincera y coherente del magisterio de Benedicto XVI, a la luz de su biografía desde los claustros universitarios en Bonn hasta sus años como cabeza del Palacio del Santo Oficio, nos dice lo contrario: las aportaciones de Benedicto XVI a la conversación pública, su empeño decidido por la razón y el diálogo interreligioso, así como su discreto pero firme actuar frente a los abusos y las rigideces de la Iglesia, nos permiten concluir que Joseph Ratzinger no fue el adalid del conservadurismo que unos y otros han pretendido. Su revolución dentro de la Iglesia —quizás opacada por el legado de su predecesor, San Juan Pablo II, y por la novedad de su sucesor, el Papa Francisco— lo alejan definitivamente de cualquier referencia reaccionaria.
Algunas voces se suman a esta deconstrucción: desde el continente americano las contribuciones de Joseph Komonchak, uno de los grandes comentaristas del Concilio Vaticano II, nos permiten dudar del conservadurismo de Benedicto XVI. Este sacerdote estadounidense sugiere que el progresismo católico es una actitud de fidelidad dinámica a la tradición, entendida como un «principio vivo de recepción y transmisión». Si partimos de la definición, esta perspectiva nos ayuda a entender el progresismo no como ruptura, sino como evolución dentro de la continuidad viva de la Iglesia. No como una ideología política, sino como una sensibilidad por aunar pasado y futuro en un presente prometedor.
Su media sonrisa y su sencillo carisma reflejan, como veremos, el carácter progresista del hombre detrás de la leyenda. Entendamos, pues, la visión progresista como aquella que busca, desde dentro de la tradición, dar respuestas estimulantes y racionales a los desafíos de su tiempo; una concepción que, sin perder de vista las raíces de la Iglesia, sabe renovar con creatividad el Magisterio, sin atender a barreras o estructuras inmóviles; una visión, por último, que entiende el diálogo como un bien y el uso de la razón como la manera más adecuada para llegar a la verdad en un mundo desquiciado. Bajo este prisma, Benedicto XVI no fue un conservador inmovilista, sino un reformador intelectual que, desde la fidelidad a la tradición, defendió el diálogo con la razón moderna y el dinamismo de la fe cristiana. Fue, en este sentido, el más brillante pensador progresista de nuestro tiempo.
Este peculiar progresismo quedó demostrado, en parte, por su inadaptación al mundo, que arrinconó a Ratzinger en la esquina de la intransigencia. Fue el precio a pagar por su incansable búsqueda de la Verdad. Benedicto XVI nunca se fundió con la masa y siempre renegó de las trincheras políticas. Con bellas palabras lo expresa Patricio de Navascués: «El cristiano se mueve en la sociedad entre la inadaptación y la acomodación. Se acomoda fácilmente con lo que le resulta lejano y se adapta mal a lo que se presenta como definitivo. Su esperanza está puesta en otro mundo, pero ese otro mundo no vendrá sino a partir de este, por eso, puede percibir la patria por adelantado aun viviendo en tierra extraña, por eso también, porque aún no se ha instaurado definitivamente el Reino, puede desconfiar de todo mesianismo político y patriotismo exacerbado».
Frente a mitos y leyendas, por fin emerge la figura de un pensador riguroso, un hombre de fe profunda y espíritu contemplativo, y un teólogo de talla universal. Ya es hora de honrar su memoria.