El autor, inspirándose en uno de los capítulos de Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig (que recomienda leer vivamente) y varios artículos biográficos, escribe sobre los acontecimientos que rodearon a la composición de una de las obras musicales más interpretadas durante el tiempo de Navidad: El Mesías de Georg Friedrich Händel (que sugiere escuchar encarecidamente).

Era la noche del 21 de agosto de 1741. Georg desandaba Bond Street para regresar a casa tras uno de sus habituales paseos nocturnos por Green Park, a pocas manzanas de distancia de su residencia. Instantes antes, los rayos lunares atravesaban las copas de los árboles dejando pequeños oasis de luz en el césped. Más adelante, el fenómeno le había permitido fijarse en los últimos modelos expuestos en el escaparate de Lock & Co., la sombrerería fundada por James Lock en 1676, ahora regentada por sus nietos. Apenas tenía relación con ellos. Sólo en una ocasión entabló conversación con uno de los herederos del fundador, el más exquisito de todos. Quizás por su marcado acento alemán al hablar en inglés éste le interrumpió con la excusa de que tenía que atender a un cliente. Sin embargo, Georg no se molestó por ello. Estos y otros pensamientos iban y venían por su desquiciada cabeza. Sus últimas caminatas durante el conticinio, su momento favorito para despejarse, le habían servido para hacer memoria de los acontecimientos de los últimos años, salpicados de intranquilidad, incertidumbre y cierta pesadumbre espiritual.

Los tormentos empezaron a sucederse a partir del 13 de abril de 1737. Por aquel entonces estaba trabajando, como cualquier otro día, en el despacho de su casa en el número 25 de Brook Street, en pleno barrio de Mayfair. Intentaba concentrarse. Últimamente su malestar físico había aumentado. Sin duda alguna, los quebraderos de cabeza tenían que ver con la acumulación de deudas, las críticas furibundas de la prensa londinense hacia sus últimas óperas italianas, sus frecuentes enfrentamientos con un castrati impertinente y las largas sesiones enfrentándose a las partituras en blanco. Con razón, pensaba a posterior, le dio ese ataque. Parte de su cuerpo quedó paralizado. El doctor se mostró muy pesimista al examinarlo. A su ayudante, el señor Schmidt, poco menos que le garantizó la pérdida de su capacidad creativa. Sólo un milagro, aseguró, nos devolvería al maestro.

Al susto le siguió la calma, aunque con una preocupación evidente: ¿jamás podría volver a componer? Schmidt se hacía probablemente esa pregunta con más nerviosismo que el propio Georg, aún convaleciente y sin apenas fuerzas para pensar en sus próximos proyectos musicales. Durante largas semanas se convirtió en un vegetal humano: ahí estaba, plantado en un sillón, cuando no en el catre, horas y horas de silencio, monólogos de sus visitantes y comentarios de su servicio para tratar de animarle. En uno de esos encuentros, el mismo medicó le sugirió viajar a Aquisgrán, población del vetusto Sacro Imperio Romano Germánico, famoso por contar con aguas termales de propiedades curativas. Puede que todo no estuviera perdido.

Allí, contra el criterio del equipo médico, asumió riesgos. Su sed inconmensurable de volver a ser el de antes le empujaba a sumergirse en las cálidas aguas durante extensos espacios de tiempo, desatendiendo los consejos de los sanitarios. A pesar de contar ya 53 años, Georg se veía con fuerzas para hacer ese esfuerzo sobrehumano aun sabiendo que podía costarle la vida. Durante sus sesiones acuáticas le vino a la cabeza, lógicamente, su Música acuática. Rememoró cómo el rey Jorge I le solicitó una composición musical para sus paseos o desplazamientos a lo largo del Támesis a fin de hacer menos aburrido el trayecto. Sus suites recibieron el aplauso agradecido del monarca tras la primera interpretación. El recuerdo le dibujó una sonrisa en su semblante. Era la primera vez que experimentaba una sensación cercana a la alegría. Le sobrevino repentinamente un coraje y un ánimo por vivir completamente nuevos. Iba a poner todo lo que estaba en su mano para salir adelante.

Y lo logró, pensó mientras giraba la esquina de Bond Street con Brook Street. Varios días después, ante la mirada atónita de médicos y enfermeras, Georg Friedrich Händel volvía a caminar, a mover sus articulaciones, a sentir la sangre correr por sus venas y a tomar con sus dedos un cubierto para comer sin necesidad de ayuda alguna. Estaba completamente recuperado y, a pesar del carácter sobrenatural de su caso, en ningún momento pensó que el Altísimo tenía que ver con ello. Nunca había sido especialmente religioso. Le dio poca importancia a la posible acción divina. Se convenció de que los cuidados recibidos y su ciclópeo vigor bastaban para entender su curación. Poco tiempo después, tras asegurarse el personal de su estado óptimo, mandó recoger sus pertenencias, preparar sus arcones y organizar el viaje de vuelta a Londres.

Nada más pisar la capital de Inglaterra, la noticia recorrió el callejero en un santiamén. Los vecinos comentaron durante varios días con asombro el regreso del maestro: ¡ha vuelto! ¡Pero qué maravilla! ¿Has visto cómo se mueve? ¡Pero si estaba completamente inmóvil! ¡Es increíble! El recibimiento le insufló una confianza sin igual. Tan pronto como se hubiera instalado en su hogar, Georg se notó enseguida cómodo e inspirado. Retomó sus composiciones. Leyó y estudió nuevos libretos. Todo volvía a funcionar en su cabeza. Varios meses después ya había estrenado Saúl e Israel en Egipto. Parecía que la suerte volvía a sonreírle.

Nada más lejos de la realidad. A partir de 1740, nuevamente las desgracias, los infortunios y los obstáculos comenzaron a aparecer en su camino. Sobre Georg volvió a presentarse un pesimismo abismal que afectaba a lo más profundo de su ser. Lo que al principio supuso un mero episodio, un bache en el sendero, terminó por tornarse en normalidad. Las ganas de vivir se le iban a apagando. Su alma gritaba al Padre con insistencia ayuda y solución a su desasosiego interior.

De pronto volvió a la realidad al darse de bruces con la puerta de su domicilio. Cabeceaba por el cansancio repentino al hacer memoria de los últimos hechos de su existencia. Había perdido el sentido del espacio y del tiempo durante los últimos metros de su promenade. Al entrar, asió una palmatoria y subió las escaleras con torpeza debido a la densa oscuridad. Introduciéndose en sus aposentos, se quitó la levita con pereza y, sin más dilación, quedó tumbado en la cama mirando al infinito. Un susurro extrasensorial le hizo girar la cabeza y fijarse en su mesa de trabajo. Un sobre llamó su atención. ¿Quién lo habría dejado ahí? Impulsado por una extraña fuerza se levantó y lo abrió. Leyó la carta que acompañaba al cuadernillo. Era de Jennens, uno de sus habituales libretista. Le pedía notas armoniosas para esta obra. Leyó el título: El Mesías. Empezó a interesarse por el contenido: ¿acaso el Señor le estaría proponiendo a través de este oratorio su consolación?

Y entonces sucedió. Sus ojos se iluminaron al leer en la página inicial las primeras palabras: «Comfort ye my people». De golpe experimentó un hachazo de fuego en su espíritu. ¡Consolad a mi pueblo! Georg percibió la llamada de Dios. Se estaba dirigiendo directamente a él. Continuó leyendo: «Every valley shall be exalted, and every mountain and hill made low». ¡El Todopoderoso estaba actuando en él! Inmediatamente empezó a escuchar la música. Cual evangelista, se apresuró a anotar lo que Él le estaba dictando bajito a su corazón. Escribía tan rápido que debía recargar la tinta de la punta de la pluma de ganso cada pocos minutos. No cabía en su gozo. ¡Mi Padre! Me había escuchado. Su luteranismo no le impidió exclamar con devoción, en un hálito de verdad, «¡Madre!» cuando recitó «Behold, a virgin shall conceive, and bear a son, and shall call his name Emmanuel “God with us”». ¿Estaba regresando a Roma por medio de la música? Devoraba las páginas: «The people that walked in darkness have seen a great light: they that dwell in the land of the shadow of death, upon them hath the light shined». ¡Admirable! La luz de Cristo le había alumbrado a su alma en pena profunda. ¡Maravilla! El ritmo y la armonía de la música resonaban a todo volumen en su interior. Él tan sólo tenía que inclinar el oído, escucharle y componer como Él le indicaba. Había recuperado la esperanza y la fe. Sujetaba los papeles con tanta fuerza que los marcaba con las yemas de sus dedos: «Wonderful, Counsellor, The mighty God, The everlasting Father, The Prince of Peace». ¡Maravilloso Consejero, Dios Todopoderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz! Estaba exultante. Lloraba de alegría y emoción. La música trascendental era tan clara a sus oídos que ya visualizaba los ensayos orquestales. Imaginó las trompetas y los violines, los coros y el júbilo de los espectadores. «He was despised and rejected of men». Georg se estaba dando cuenta: Él nunca le abandonó, sino que llamó incesantemente a su espíritu, sin perder nunca la esperanza de que su hijo regresara a la casa del Padre. La culpa le invadió. ¿Cómo pudo desconfiar tan solo un segundo de quien cargó con sus faltas y las del resto de la humanidad? Tembló al meditar en torno a el perdón y la redención. «King of Kings, and Lord of Lords, and He shall reign for ever and ever, Hallelujah!». La gracia fluía en su interior con una fuerza sobrehumana. Su estado, casi místico, le mantuvo despierto toda la noche leyendo y releyendo el libreto. Anotaba, corregía, tocaba su clavicordio suavemente para escuchar la composición celestial intentando no despertar a los durmientes. Mientras el mundo soñaba, un alemán naturalizado inglés ponía música al Nacimiento, Pasión, Resurrección, Ascensión y Victoria Final de Jesucristo.

En tres semanas, Georg Friedrich Händel había terminado la obra que Dios le sopló a sus oídos. Apenas probó bocado del pan con gachas que colocaba día tras día el señor Schmidt al otro lado de su puerta. Se levantaba únicamente en caso de extrema necesidad. Algunos meses después, tras los últimos retoques y arreglos a la partitura, dieron comienzo los preparativos. Para sorpresa de no pocos, el gran regalo musical de Dios a los hombres se estrenaría en Dublín, ante un público de clase inferior al londinense. ¿Si Jesucristo se mostró a pobres, marginados y enfermos por qué no iba a hacer él lo mismo? ¿Y los posibles beneficios? Georg lo tuvo claro desde el principio: todo para los necesitados de cuerpo y espíritu. Las crónicas recogieron con regocijo y alborozo las reacciones del público a la primera interpretación de El Mesías: «El Cielo ha descendido a la tierra», dijeron unos; «Sublime muestra de oración coral», escribieron otros; «Bien, Verdad y Belleza musicalmente entrelazados como nunca en la historia», se leía en uno de los diarios más entusiastas; «Tras la entonación de una aria por la contralto, un sacerdote se levantó y exclamó vivamente: “¡Mujer, por esto, que todos tus pecados te sean perdonados!”», relató como anécdota otro.

Georg Friedrich Händel había dejado hacerse por la Trinidad Beatísima. Ya nunca perdería su fe y alegría. Durante el resto de sus días vivió siempre acompañado no sólo por su querida música, sino también por el Eterno. Antes de morir, el hombre que asombró a todas las naciones con una de las más excelsas muestras de cariño al Creador pensó en el futuro: ¿se continuaría tocando El Mesías a mayor gloria de Dios?