Mi padre ha publicado un poemario. Me lo dijo con la misma naturalidad con que suele anunciar que mañana hay lentejas para comer. Sin solemnidades, restándole importancia. «Voy a publicar un libro», comentó. Y mi hermana y yo lo escuchamos con esa mezcla de cariño y escepticismo que los hijos reservamos para las noticias paternas, con la sospecha de que lo ha hecho sin contárnoslo antes para no tener que explicarnos demasiado.
El libro se llama La necesidad de haber vivido, y ya en el título hay una declaración: no basta con vivir la vida, hay que entenderla. En la introducción explica que la escritura le ha servido para conocerse, para comprender mejor la vida y su propio papel en ella. Que la palabra, al moldear el pensamiento, tiene algo de alquimia, de construcción. Y que la poesía es, en el fondo, una forma de trascender lo cotidiano a través de la emoción. Lo leo y pienso que, en su caso, no hay definición más exacta. Lleva toda la vida buscando comprender sin dramatismos, con una curiosidad constante y una fe obstinada en el lenguaje.
Sabía que escribía bien. Conservo dedicatorias suyas en mis libros de infancia y poemas de las búsquedas del tesoro del día de Reyes, estos últimos no tan antiguos. Me ha leído siempre los trabajos, los artículos, los textos más inocentes, y aún hoy me corrige comas por WhatsApp con la misma paciencia con que antes corregía redacciones en el instituto. Leerlo así, entre cubiertas, con orden y voz pública, ha sido otra cosa. Mi padre ha sido invitado en muchas de mis columnas, pero esta vez el protagonista es él.
Cuando nos contó que publicaba un poemario, lo leímos las tres. Primero mi madre, editora vitalicia, luego mi hermana y yo. Y, claro, enseguida surgieron las preguntas filiales: ¿por qué no nos dedica ningún poema?, ¿quién es Ángela?, ¿quién demonios es Inés? Descubrimos que había cosas que no sabíamos, recuerdos que no nos incluían, amores que existieron antes de que nosotras llegáramos. Y ahí entendí algo que cuesta aceptar. Los hijos tendemos a pensar que nuestros padres nacieron el día en que nacimos nosotros. Nos cuesta imaginar que tuvieron una vida antes, que fueron jóvenes, que quisieron a otras personas, que cometieron errores, que existían —plenamente— antes de ser «papá» o «mamá».
Ese descubrimiento tiene algo de vértigo y algo de ternura. Leer el poemario ha sido como abrir un álbum de fotos que no sabía que existía. No un álbum familiar, sino uno personal. El de un hombre que se fue conociendo a través de sus amores, los que fueron, los que no, los que aún permanecen. Habla de un tiempo para el amor que no llegó a ser y de otro que sí, el que todavía vive. De la pasión, del paso del tiempo, de la gratitud. Desde lo íntimo, emoción y lucidez a partes iguales.
Yo nunca he sido muy de poesía —él lo ha intentado toda la vida, sin éxito—, pero este libro me ha gustado porque me ha permitido conocerlo de otra manera. No por la métrica ni por los recursos literarios, sino porque detrás de cada verso hay una historia que me era ajena. Y porque en cada poema, incluso en los que hablan de otras personas, aparece una versión suya que reconozco. El hombre curioso, reflexivo, con una ironía discreta y un fondo melancólico que nunca confiesa del todo.
Hay un poema para Inés que huele a invierno y a juventud, otro para Ángela que tiembla entre la risa y las lágrimas, y decenas que orbitan en torno a mi madre, Macu, la constante de su vida. Él escribe que «hay un amor que fue, y otro que vivimos, el que está aquí y ahora». Y en ese «aquí y ahora» estamos nosotras también, aunque no se diga. Lo deja claro en la dedicatoria: «Para Clara y Julia, que no aparecen, pero están». Y yo entiendo que sí, que estamos, en esa forma de amor que se sigue escribiendo a diario sin necesidad de verso.
Nosotras lo somos ahora todo. Equipo de publicidad, marketing y ventas. Le llevamos la agenda de presentaciones, las menciones en redes y las recomendaciones personalizadas. El libro nos trae de cabeza. Pero qué orgullo que así sea; no todos los padres consiguen que sus hijas se conviertan en agentes literarias sin contrato. Si existiera un artículo en el Código Civil sobre esto, diría algo así: «Artículo 135 bis: los hijos deberán leer los poemarios de sus padres, comprender lo que puedan, fingir entender lo demás y, en todo caso, aplaudir con entusiasmo». Cumplo, por tanto, con la ley.
Leo La necesidad de haber vivido y pienso que quizá el conocimiento de los padres sólo se completa cuando dejan de ser protagonistas de nuestra infancia para convertirse en personajes de su propia historia. No hay edad para descubrir que también fueron otras cosas: alumnos, amigos, amantes, hombres con dudas. Y que conocerlos así, sin pedestal, los hace aún más nuestros.
Mi padre escribió este libro para comprenderse; yo lo he leído para comprenderlo a él. Y ahora que lo conozco un poco mejor —con sus nostalgias y sus amores con nombre propio—, me doy cuenta de que también me conozco un poco más a mí. Supongo que tiene sentido, nos parecemos más de lo que querríamos admitir, y por eso a veces chocamos. Dos cabezas parecidas suelen ser igual de duras.
Así que sí, papá, he leído tu libro. Me ha recordado que incluso quienes creemos conocerlo todo sobre alguien estamos siempre leyendo a medias. Y aunque sigo sin ser de poesía, prometo seguir leyéndote. Aunque sólo sea porque, a fin de cuentas, tú me enseñaste a leer a mí.


