La opinión publicada, es decir los medios de comunicación concertados ha ido imponiendo, sin conceder espacio a la discusión pública real, una determinada visión de la ciudad y de cómo deben desplazarse quienes viven en ella. No se trata ya de medidas concretas o de ajustes técnicos, sino de un planteamiento de fondo que redefine el papel del automóvil privado y lo relega a una posición cada vez más residual dentro del espacio urbano.
Las medidas tomadas por la mayoría de los alcaldes de las capitales de provincia españolas y las declaraciones realizadas en distintos foros por responsables de la política de tráfico permiten entender con bastante claridad hacia dónde se quiere avanzar: ciudades en las que el coche deja de ser una opción normalizada y en las que la forma de moverse no depende tanto de la preferencia individual como de un marco regulatorio cada vez más restrictivo.
El transporte público como obligación
En esa concepción de la movilidad, el transporte público se presenta como la solución prácticamente exclusiva a los problemas urbanos. La idea se repite como un mantra: el futuro pasa por autobuses, metro y cercanías, especialmente en las grandes ciudades rodeadas de amplias áreas metropolitanas. El modelo que se propone consiste en acudir al centro en transporte público y dejar el coche fuera.
Para quienes tengan prisa, se admiten alternativas como el taxi o los servicios de VTC, pero siempre bajo la misma premisa: el coche particular no tiene cabida en el centro de la ciudad. El objetivo declarado es reducir su presencia al mínimo, independientemente de las necesidades concretas de los ciudadanos o de las carencias reales de la red de transporte público.
Este planteamiento no es fruto de una ocurrencia puntual, sino la consecuencia lógica de una estrategia política que lleva años desarrollándose y que ahora se expresa de forma cada vez más explícita. En ese marco, siquiera el coche eléctrico aparece como una solución aceptable. El debate sobre las Zonas de Bajas Emisiones ha servido para dejar claro que el problema, según esta visión, no es sólo el tipo de motor, sino el espacio. Permitir la entrada de vehículos eléctricos al centro, con ventajas añadidas como el aparcamiento gratuito, supondría volver a saturar las ciudades de coches y reproducir los problemas de congestión, aunque cambie la tecnología.
Objetivo: el vehículo privado
Ni siquiera el coche eléctrico garantiza el acceso al centro urbano. La aspiración última es que el vehículo privado desaparezca de esas zonas y que los desplazamientos se canalicen obligatoriamente a través del transporte público o de servicios de movilidad de pago. En la práctica, esto supone una reducción significativa de la libertad de los ciudadanos para decidir cómo desplazarse.
Esta visión enlaza con otras ideas ya expresadas en el pasado, como la defensa de un tráfico necesariamente compartido o la apelación a un cambio de mentalidad que incentive la alta ocupación de los vehículos. El argumento recurrente es que no resulta «sostenible» mover diariamente más de 1.500 kilos para transportar a una sola persona.
El resultado es un escenario en el que las instituciones se muestran decididas a limitar progresivamente la capacidad de elección individual en materia de movilidad. Si muchos ciudadanos optan por el coche privado es porque lo consideran más cómodo, más eficiente o simplemente más compatible con su vida diaria. O porque les da la gana. Reducir esa opción y estrechar el abanico de opciones reales acaba teniendo un impacto directo en el bienestar y la calidad de vida en las ciudades.


