Querido negacionista:
La narrativa que durante año y medio se ha ido haciendo monolítica e implacable ha dado a ese término que de sobra conoces una segunda juventud tan poco espontánea como bienintencionada. Lejos de sentirte aludido, lo entiendes como insulto, cuando la verdadera afrenta es su uso: primero, porque está destinado a quienes niegan el Holocausto y no conviene utilizarlo en vano. Menos, a sabiendas. Segundo, porque te atribuye una posición simple, bárbara. Lo que es peor, en serie. Es la materialización irresponsable de un prejuicio emitido afanosamente por quienes desde hace demasiado tiempo tratan de moldear el pensamiento, utilizando cualquier etiqueta para marcar a quien busca la Verdad.
Por la siempre tiránica vía del sentimentalismo, brocha gorda empapada de relativismo moral, un pensamiento único más enfrentado a ti de lo que tú jamás podrías posicionarte contra él llama insensibilidad a tu sentido común. Egoísmo a tu empatía. Frialdad a tu consciencia. Tozudez a tu razón. Opinión a la Verdad. Se te acusa de negar la existencia de un virus que posiblemente conoces por encima de lo recomendable y más de cerca de lo deseable. Todo por ser libre, por dudar, por someter al más elemental análisis empírico las normas impuestas para combatir la expansión de una enfermedad. Medidas tal vez normales —nunca naturales— en China. No en Occidente, donde nos costó siglos abordar las adversidades sin negar la libertad de nuestros semejantes.
Con el paso del tiempo y la confirmación práctica de tus intuiciones, acaso de tus incertidumbres o, simplemente, después de haber comprobado tu error, no has dejado de recibir el mismo trato. Tal vez, la fuerza de la costumbre te ha endurecido. Ya no lo notas, no lo oyes, no lo ves, por muy grave que sea de fondo. O quizá porque no te importan los exabruptos. Aquellos «cómo se nota que a ti no te ha pasado», «no te deseo ningún mal, pero», reductores de la realidad a mera percepción, de quienes en un año y medio no han sido capaces de ver que las medidas liberticidas aplicadas por sus gobernantes y los de tantos países para combatir un virus —el tono bélico es fundamental en la narrativa— nada tienen que ver con tu salud. Aún menos con la suya: es habitual verles haciendo lo contrario de lo que imponen.
Un largo periodo que ha ido evidenciando la enfermedad como coartada para el totalitarismo. Han sido decisiones políticas, y no un virus, las que te han encerrado en casa durante meses bajo amenaza de multa o detención. Las que te prohíben salir a partir de cierta hora, aunque llueva y la calle esté desierta. El virus no cerró tu trabajo ni lo catalogó como no esencial. Si te hubieran consultado, habrías defendido como necesario el medio de vida de tu familia. El virus no acabó por dejarte en paro. El virus no paralizó tu tratamiento médico ni retrasó tu operación. El virus no encerró a tu abuelo en un lugar del que no te dejaron sacarlo. El virus no te prohibió acudir a un templo a rezar. El virus no te impidió ver a los tuyos ni reunirte con ellos en Navidad. El virus no te ha separado de tus pasiones ni te ha arrebatado los ritos que dan forma a las tradiciones más profundas de tu vida, tal vez heredadas de tus antepasados. El virus no mantiene abiertas las ventanas de las aulas donde dan clases tus hijos en las frías mañanas de invierno. El virus no te dice a qué hora debes ver a tus amigos ni con cuántas personas puedes sentarte en una mesa. El virus no oculta tus expresiones ni las de los demás. El virus no te impide reconocerte en el espejo cuando te colocas frente a él: lo importante es que ocultes tu rostro, no la condición de aquello que lo cubre.
Sabes que un virus no toma decisiones, tanto como que las decisiones tienen consecuencias. También los arbitrios. Has comprobado que la fatalidad de la enfermedad y las medidas políticas son dos fenómenos independientes se mire por donde se mire. A pesar de ello, no has quemado ningún contenedor, no has pateado ninguna papelera ni has rodeado la sede de ningún partido político para protestar. No es tu estilo. Tampoco, siquiera por aquello de usar la misma moneda, has respondido llamando colaboracionistas a quienes te difaman con una liberalidad tan inconsciente como peligrosa. Los que te acusan de irresponsable por contradecir unas normas totalitarias, cuando lo irresponsable es no hacerlo. Los que, con tal de seguir las caprichosas imposiciones de unos gobernantes que demuestran día tras día su indiferencia por aquellos que tratan como súbditos, son capaces de perder su puesto de trabajo, el sustento de su familia, sin dar la más mínima batalla, autómatas, insultando a quien lo hace. Los que llevan un año y medio sin abrazar a sus mayores, como si sus mayores no vivieran de cariño. Los que te señalan desde la ventana por tu bien. Los que te delatan por tu salud. Los supersticiosos que pasean por la playa sin nadie alrededor con la cara tapada en nombre de la ciencia. Los que creen a quien sabe que les miente. Los inconscientes que te acusan de negar la realidad. Los agentes de la autoridad que abusan de la autoridad de la que sólo son agentes. Los tontos útiles que hacen más que cualquier tirano por imponer un régimen liberticida.
A pesar de ellos, siempre es hora de señalar lo evidente por obvio que parezca. De defender que, aunque chapoteemos en el reduccionismo materialista, los seres humanos somos muchísimo más que un saco de células luchando contra un virus. Es lo que menos somos. De decir que el totalitarismo no cura. Al contrario: debilita en lo espiritual, en lo moral y en lo físico, creando un terreno fértil para la enfermedad. De saber que la libertad es el estado natural del alma, indispensable para la salud. Que la pena mata. Que la Verdad es verdad.
Querido negacionista, te llamen lo que te llamen, siempre es mejor negar la tiranía que colaborar con ella.
Un abrazo