Soy un hombre que besa a sus íntimos amigos. Recorro con naturalidad esta escala: te doy la mano; si eres un conocido, te llevas tu abrazo; si entre nosotros ya tendimos un puente de afecto, finalmente el beso, igual que el que le daría, desde el segundo escalón, a una amiga. Es cuestión de gradaciones, tan necesarias; pero hay más cosas en ese gesto, al menos como yo lo vivo.

La primera es que estoy en contra de la discriminación por razón de sexo (como lo estoy por cualquier otro motivo). En nuestro ámbito cultural y por alguna clase de convención, sigue sin ser común que un hombre bese a sus amigos, aunque al menos es más común que en Bristol, no digamos que en Osaka. Sin embargo, y salvo la profesional mano, las mujeres gozan con naturalidad de muchos más de esos besos. Pedía un personaje de Cristopher Marlowe en su Doctor Fausto que lo besaran para ser inmortalizado; ¿cómo vamos a negarle a la mitad de la población que tenga mucho de eso? Estando, además, como estamos, entrenados, al menos cuando andamos familiarmente finos: el beso que se da al abuelo; el beso que das a tu hijo. Hay en verdad gloria en ambos besos, de ahí que me empeñe en que esa gloria alcance a mis mejores amigos.

«Bésame y verás lo importante que soy», confió Sylvia Plath a uno de sus diarios. A mí, que sé muy bien cuánta relevancia —vía calidez— comunica el beso, me parece que por lo menos aquellos que llevo, como Hamlet llevaba a Horacio, en el corazón de mi corazón, han de llevarse el rotundo mensaje que mis labios posan en sus mejillas: de esos pocos con los que me juntaré con cercanía total en este ratico en la tierra, y seas hombre o mujer, tú eres uno de los elegidos. Que yo elija a alguien no es gran cosa, pues no soy nadie; pero es gran cosa que cualquiera elija a algunos seres humanos para que le acompañen en este atribulado camino.

Mi beso en particular es beso-beso, no un deportivo y distante entrechocar mejillas: aplico ambos labios sobre el rostro de mi amigo con el fervor con el que me empleo con mis hermanos. Hay un ansia como de mortalidad en mi gesto, de reconocerse en la mutua vulnerabilidad, una marca de empadronamiento en este valle de lágrimas que tiene tantos tramos tenebrosos. Hablando de oscuridad; hay un sinónimo clasicón que se usó, me parece, para distinguir el beso del morreo: ósculo, que el Diccionario de la Lengua Española define como «beso de respeto o afecto». Diría que es distinción redundante —¿hay una pizca de pavor, ahí adentro? —, porque al menos servidor, cuando besa a su mujer con pasión, lo hace con toneladas de aquello.

Es amor, la amistad; no debiéramos olvidarlo. C. S. Lewis dice en Los cuatro amores que es el más grande de todos, por ser el menos celoso. Esta característica de desprendimiento afecta al alcance del beso, jamás con segundas. Pretenden tanto otros besos que es maravilloso que hasta besar se pueda sin pretensiones. Al besar, alentamos; y si está este aliento, nos sobran otras pseudoinspiraciones, como las de los gurús y los coaches. Menos charlas y más besos, sería mi propuesta; menos Whatsapp y más achuchones. Lo curioso es que vengo de una familia que racaneaba los besos, y besucones salimos los tres hijos; lo curioso o lo que lo explica, por supuesto.

En lo de los besos entre hombres me dijo una vez un guasón que es amigo que si besaba con naturalidad a los tíos era porque mi masculinidad es segura, sin fisuras; y en cuanto a mis amigas y mi fidelidad conyugal, lo mismo. Será o seró. Yo lo pienso, como de costumbre, justo al contrario: creo que teme la confusión al besar la gente hipersexualizada. Uno cree que el sexo es un culmen, y a la vez una grosería inmiscuirlo en todo. Lo cierto es que a mí, por besar, nunca se me han molestado, ni amiga ni amigo, y no debe ser por no importunarme, porque sabiendo cómo me repito antes o después me lo hubieran dicho. No hay cliché ni convención que no hinque la rodilla ante el arrollador empuje del cariño.

Quiere mi beso ser lo contrario del de Judas: lealtad muelle y jugosa. La mano tendida, siendo cordial, mantiene intocables los respectivos muros, y hasta el alambre de espino con que los rodeamos; es el abrazo de enorme cercanía; pero es solo el beso el que compromete a los rostros. «El rostro del otro me pide, me ordena», dice Lévinas en Totalidad e Infinito, y añade que «el amor comienza con la responsabilidad, con la obligación de responder al otro, de reconocer su dignidad». ¿A cuántas personas habré besado, es decir, dignificado?, creo que pensaré en la hora de mi muerte; cuántas veces me arriesgué a «invadir el espacio personal del otro» (expresión razonable, pero también inquietante), me preguntaré a sabiendas de que toda la lealtad reside al fin en acercarse.

Confieso que, de todas las partes de la Misa, mi preferida es esa en que hay que darse fraternalmente la paz, y que me encanta tener a mano a alguien a quien, sin ser de mi familia, pueda plantarle su fraternal beso. Hasta diría que es solo entonces cuando puedo irme en paz y cuando más ganas tengo de dar gracias a nuestro Señor. ¿Y no es eso ser cristiano, exagerar sin medida el ámbito de tus afectos e incluir a todo prójimo en tu familia? Quien sostenga que con esta inclinación besadora me paso, sepa que solo obedezco: «Saludad a todos los hermanos con el beso santo» (1 Tes, 5, 26).

Decía Ingrid Bergman que el beso es el encantador truco concebido por la naturaleza para detener el habla cuando las palabras se vuelven superfluas. Para un yonqui de la conversación como yo, las palabras lo son todo. Por ahí también me mejoran los besos; me recuerdan que, también en cuanto a la amistad, lo esencial es incomunicable. Sostiene Lewis en su ensayo que la amistad nace en el momento en que una persona le dice a otra: «¿Qué? ¿Tú también? Creía que era el único»; es decir, el único humano que sufre, goza, ríe, llora, vive y muere. Todo eso y mucho más está en el beso que damos a ese prójimo al que hemos ungido con la máxima majestad que existe: la del amigo.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com