Aprender a desear

MacIntyre devolvió la ética a su núcleo esencial: la cuestión de nuestros hábitos y nuestros actos

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Hay tanto que admirar en quien escribió la obra ética más importante de los últimos cincuenta años (Tras la virtud, 1981) que harían falta muchas páginas para desgranarlo; por subrayar una sola y siguiendo con la rotunda métrica del tiempo, que Alasdair MacIntyre fuese capaz de escribir Ética en los conflictos de la modernidad, una obra maestra que ahora se reedita, a los ochenta y siete años. Su grandeza tiene tres vértices principales: uno, combate con una lucidez arquitectónica uno de los grandes males principales de la (pos)modernidad; dos, lo hace ilustrando sus tesis de forma muy original, a partir del relato de una serie de vidas; y tres, escribe para el sujeto «instruido y a la vez profano», cosa que han dejado de hacer la mayoría de los filósofos que están en primera línea.

El enemigo al que se enfrentan estas páginas es el expresivismo, también llamado —con sus particulares matices— emotivismo e individualismo expresivo. Y lo que impugnó el profesor emérito de la Universidad de Notre Dame es el subjetivismo, que antes o después termina en los nihilistas brazos de Nietzsche. «Hay una verdad que espera ser descubierta», escribe nuestro autor, espantando las relativistas moscas posmodernas. A ello nos encaminó él de la mano de quien fue denominado el filósofo.

La importancia del neoaristotelismo es doble. En primer lugar, está su énfasis en las capacidades humanas, un hilo después retomado por Amartya Sen y Martha Nussbaum que enlaza con lo específicamente humano y así pues intemporal, a salvo de tendencias e imposturas intelectuales. En segundo lugar, el recordatorio de que dichas capacidades son, de manera radical, sociales y políticas, en el sentido más amplio de ambos términos. Por ambas razones es la reedición de su texto tan importante, pues el olvido de estos aspectos centrales —pandemia mediante— se ha acentuado en los ocho años transcurridos desde que vio la luz su obra.

La moral es en buena medida una disciplina del deseo. Aprender a desear es a lo que MacIntyre nos conmina, insistiendo con pasmosa claridad en lo lejos que está «conseguir la felicidad» —la estrategia comercial y política— de aquello. ¿Es bueno mi deseo? ¿Qué creencias hay tras él? ¿Y a qué bien me conduce? Estas son las preguntas que no nos estamos haciendo. «Tenemos que tomarnos nuestro tiempo para aprender lo que realmente deseamos y también lo que tenemos buenas razones para desear», escribe. Aquí está el quid de la libertad y del comportamiento honorable: se trata de averiguar —jamás de inventar— qué deseo es el correcto, y no, como apuntan los sobrecitos de café y los libros de autoayuda, de «cumplir nuestros sueños». Realizarnos, en definitiva, es un empeño objetivo.

La clave aristotélica de esa maestría de la voluntad se llama proaieresis, o «deseo racional», la capacidad para balancear lo que queremos con la brújula de lo universalmente bueno. «Cómo entrenar la virtud», podría ser el deportivo subtítulo de este fascinante texto; cómo cultivar el deseo lúcido. Para lograrlo, no hay más remedio que reflexionar a fondo sobre nuestros fines. Darlos por supuestos, entronizando la cocacolesca «felicidad», nos ha alejado de la aristotélica eudaimonia. La felicidad es una diana —simple, neta—; la eudaimonia es en cambio una narración que entendemos y sabemos imbricada en una aventura que nos supera, una narración con sentido.

MacIntyre no se conformó con conceptualizar estas ideas. Para mostrarlas, pergeña cuatro vidas: las del novelista soviético Vasili Grossman, la jueza americana Sandra Day O’Connor, el historiador marxista nacido en Trinidad y Tobago C.L.R. James, y el sacerdote católico irlandés y activista político monseñor Denis Faul. Al hacerlo no sólo logró vivificar lo que explica: incide, también, en que nuestra altura moral depende de las personas a las que queremos. Son ellas las que, en el mejor sentido, nos moralizan, de ahí que caminen por estas páginas no como meros personajes secundarios en las historias de Grossman, James, Faul y O’Connor, sino con entidad perentoria. Los otros no son, como aducía Sartre, el infierno, sino nuestra oportunidad más elevada, como Aristóteles expone en Ética a Nicómaco: «En los asuntos importantes deliberamos con otros, y no nos apoyamos en nuestras solas fuerzas en busca de la certitud».

La crítica de MacIntyre es en ese punto fundamental, pues nos recuerda de dónde venimos, las grietas fundacionales de la Modernidad. Señala que Hume —uno de los filósofos que más ha configurado nuestro mundo— nos invita a vernos como individuos del todo alejados de nuestros roles sociales, un paso que, aunque necesario para el proceso de individuación que nos libra de la moral inferior de la tribu, se ha conjugado con la prosperidad para empujarnos al individualismo. Nosotros vivimos una fase terminal de ese proceso, que ya ha virado a destructor narcisismo; es con la ayuda de textos de este calado como podemos remontarnos a las fuentes de nuestros males para superarlos.

Individualismo y economicismo van de la mano. Tras liberarnos de las cadenas estamentales no llegó la libertad en comunidad, sino el mercado y el Estado como amos de nuevo cuño; y en esa contienda aún andamos. Lo que ocurre es que nos defendemos con las traicioneras armas del expresivismo, que nos asegura que nada puede ser factual y evaluativo, esto es, que no existe lo objetivamente correcto. He dedicado un texto a refutar esto mismo (El bien es universal, Rialp, 2025), de modo que aquí sólo señalaré una de las claves en las que MacIntyre incide: una «ética estatal» (la ley) y «la ética del mercado» no bastan al individuo para saber a qué atenerse, y ha sido creerlo durante mucho tiempo, y educar en consecuencia, lo que explica nuestra situación actual, maltrecha y atribulada.

Decía René Char que lo esencial está amenazado sin cesar por lo insignificante. MacIntyre devolvió la ética a su núcleo esencial: la cuestión de nuestros hábitos y nuestros actos. Hay en nuestros tiempos confusos mucha preocupación atolondrada, mucha negación de la libertad y mucho determinismo autoexculpatorio; este texto, la última de sus grandes obras que publicó, tiene la magnitud que necesitamos para recordar que lo único que está en nuestras manos es precisamente lo que más importa: el producto real de nuestra conciencia, es decir, la horma de nuestro deseo.

El maestro MacIntyre nos dejó el jueves 22 de mayo: sirva como homenaje el presente texto.

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