Recuerdo bien aquella noche de mi infancia: la parroquia abarrotada en una noche fría, hay gente de pie, yo voy de la mano de mis padres, la gente empieza a cantar. Es una lengua misteriosa que no entiendo, pero su belleza me deja fascinado. No es una iglesia suntuosa, pero el pueblo canta con devoción en ese idioma que debe de ser el de los ángeles. Aún que conmuevo pensando en esa noche remota en que mis padres me llevaron a la Misa del Gallo y yo descubrí el latín con «Adeste fideles».

Yo entonces no podía saber que la lengua de la Iglesia desempeñaría un papel tan importante en mi vida. Yo ignoraba que la estudiaría con profesores inolvidables —Benito, Alfonso, Lola— y que, gracias a ellos, descubriría un yacimiento inagotable de tesoros cuya puerta se abría esa noche de invierno en que todos se dirigían al portal para ver al rey de los ángeles nacido. Luego vendría todo lo demás: toda la Galia dividida en tres partes, Eneas con su padre Anquises a hombros, amémonos Lesbia mía, ¡oh, Fortuna!, Salve Regina, non nobis, Domine… Esa noche de Navidad el Niño Dios ya me estaba haciendo un regalo que ninguna tienda puede vender ni ningún catálogo presentar. Esa noche, esta noche, yo estaba recibiendo el legado de veinte siglos de cultura cristiana.

En medio del frío, aquella noche regresa a mí entre los días 24 y 25 de diciembre. Más bien regreso yo a ella. Todos son más jóvenes, España es más austera, quizás más pobre, pero la iglesia está llena y hay cierta alegría contagiosa. Resuenan con alegría los cánticos de mi tierra. No faltan guitarras ni panderetas. Hay muchos niños como yo. Quizás algún otro esté asombrado por esas palabras incomprensibles y tan luminosas que merecen ser de otro mundo. Aún hoy me maravilla la claridad y la precisión del latín. Imagino a San Jerónimo (342-420), Padre de la Iglesia y príncipe de los traductores del mundo, en Belén, donde nació el Señor,  traduciendo la Biblia a la lingua franca del Occidente latino. ¡Qué enorme deuda tenemos!

El declive de las humanidades en España está privando a las generaciones más jóvenes de esta valiosísima herencia que no es sólo cultural, sino también espiritual. Contaba Basilio de Cesarea en la «Oratio ad adolescentes», que la magnífica editorial Ciudad Nueva tradujo como «A los jóvenes» (Madrid, 2011), cómo «nosotros, si se pretende que la doctrina del bien se nos quede imborrable, nos iniciaremos ya en lo profano para, luego, percibir los misterios de las sagradas enseñanzas». Hay un camino que parte de Homero y que conduce al sepulcro vacío y al encuentro con Cristo resucitado y vivo hoy. La cultura clásica prepara el espíritu, dice Basilio, «igual que los tintoreros preparan de antemano con ciertos tratamientos la pieza que vaya a recibir el baño de tinte». Se empieza despreciando el griego y el latín y luego todo es naufragio. Así nos va.

Pero aquel villancico me cambió la vida. El Señor actúa de muchas formas y en ningún sitio está escrito que no pueda hacerlo mediante esa letra cristalina y esa música maravillosa cuya autoría se disputan ingleses y portugueses. Hay dos teorías: que la compuso el rey Juan IV de Portugal, apodado «El rey músico», y que es obra de John Francis Wade (1711- 1786), organista y compositor huido a Francia después del Levantamiento Jacobita de 1745. A mí me gustaría mucho que el autor de la música fuese un rey de Portugal, compatriota de Luís Vaz de Camões y de Gil Vicente, pero estoy dispuesto a aceptar la tesis inglesa a cambio de que se concluya que la letra es de San Buenaventura aunque, ¡ay!, esta pretensión queda en entredicho porque el texto no aparece entre los escritos del santo conocidos hasta la fecha. Tal vez sea mejor así. Creo que a aquel niño embelesado por esa lengua desconocida le gustaría que todo tuviese un origen algo misterioso.

El Niño que nace esta noche, sin embargo, viene a levantar el velo del mayor de los misterios: la vida íntima de Dios, sus entrañas de misericordia, su amor infinito por sus criaturas, su espera inagotable, su compasiva paciencia, su incansable búsqueda de nuestra compañía. La revelación es Cristo, Dios que se revela a sí mismo, y esta noche se ha hecho hombre y ha nacido en Belén de Judá y nosotros vamos a adorarlo.

Como observó Joseph Ratzinger, «el primer cántico navideño de la historia, con el que se fijó para todos los tiempos el sonido interior de la Navidad, no proviene de seres humanos. San Lucas nos lo transmite como el cántico de los ángeles que fueron los “evangelistas” de la Nochebuena: gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz entre los hombres, objeto de su amor, a los hombres de buena voluntad» («La bendición de la Navidad», Herder, Barcelona, 2010). La Nochebuena tiene algo de vuelta a los orígenes.

En efecto, esta noche ese cántico de los ángeles lo entonará toda la Iglesia universal peregrina en la tierra y, en unión a la Iglesia purgante y a la Iglesia triunfante, celebraremos todos que el Señor ha nacido. «Adeste fideles» nos invita a ir a Belén «alegres, triunfantes», a ponernos en marcha, a salir al encuentro. Ese imperativo es deslumbrante: «venite», venid. Un niño ha nacido, un rey se nos ha dado. Dios no ha abandonado a su creación ni a sus criaturas y nos está llamando.

Venite adoremus.

¡Feliz Navidad!