Compartí el otro día un tuit que se viralizó, lo cual tomo como indicio de que pisé un nervio que tenemos a flor de piel muchos: la desagradable costumbre que tienen quienes diseñan las duchas que van a parar a los hoteles de jugar a ver quién es más original y sofisticado. Mandos múltiples e insondables, minimalismo cromado, ruedas que uno no sabe para dónde giran; un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma, como dijo en su día, de Rusia, Churchill. Las consecuencias que tiene esta pulsión de diseño en quienes frecuentamos hoteles distintos son bien odiosas, especialmente en quienes lo hacemos por trabajo y a lo mejor no tenemos el alma en el punto de almíbar que requiere mantener la sonrisa luego de pasar por los Doce Trabajos de Hércules para poder ducharse. La principal suele ser debatirnos entre escaldarnos y congelarnos y temer que caiga sobre nosotros la alcachofa de Damocles mientras juramos en arameo contra estos cacharros.
Dudaba de si estaba solo en esta sensación mía de ser imbécil —«no quiero entrar en Harvard, ni en la NASA, sólo quiero ducharme», piensa uno a punto de llorar a las siete de la mañana o las doce de la noche—; las miles de adhesiones me recordaron para qué sirven, en positivo, las redes sociales, y también que hay cosas en las que, sea cual sea la ideología (banderitas de todo signo en las respuestas), coincidimos todos los españoles. A partir de ahora ya no sentiré esa punzada de miedo ante la grifería indescifrable ni me creeré apartado del género sapiens; ya hemos montado un inmenso movimiento de autoapoyo, que tal vez degenere algún día en asociación o algo, si conseguimos engañar a la UE para que nos dé unos dineros.
Mala gente estos diseñadores, ¿verdad? Con su ego artístico que nos arruina los acostares y los despertares, su inventar problemas para el currela y el autónomo que sólo aspira a un poco de paz y agua caliente. Durante un tiempo llegué a creer que estaban detrás de esta afrenta los malignos gobiernos, que intentaban convencernos de nuestra incapacidad intelectual para erigirse en salvadores. También he pensado que se menta mucho a Soros para pandemias, líos geopolíticos y otros asuntos menores, cuando lo más probable es que éste sea su verdadero caballo de Troya para destruir la civilización occidental: duchas que oscilan de temperatura volcánica a glacial y provocan pulmonías y autodiagnósticos de demencia.
Según comentaron otros usuarios, calculé que el tiempo medio para desentrañar estos chismes es de unos siete minutos. Gloria bendita, estando en bolas —el Mal nos quiere siempre así— y cuando todo nuestro ser sólo quiere poder descansar o empezar a justificar nuestro sueldo. Si acaso, habría que agradecer a los diseñadores marca Mordor que nos ofrezcan una experiencia regular de intensa vulnerabilidad; y de duda existencial, porque casi todos vacilamos en algún momento si vestirnos de nuevo para confirmar a la recepción del hotel que somos unos discapacitados mentales. También propician odas al amor, estos desaguisados: según comentaron algunos usuarios, al viajar en pareja el más enamorado de los dos acudía como avanzadilla —guerrero emergiendo de la trinchera— para comprobar el sistema; quédate con quien haga eso por ti, amiga, amigo.
Si quiere el lector saber hasta dónde llegó la quiebra de la empatía en Occidente, atienda a lo que tratan de hacer estos diseñadores: dar rienda suelta a sus pulsiones (frustraciones) artísticas a costa de todos nosotros. Llevamos décadas hablando de la «Experiencia de Usuario»; pues bien, esta gente ha decidido que lo de la ducha de hotel va a ser «Experiencia Por Que Yo Lo Valgo», para desgracia de millones de personas cansadas cuyo juicio se supone que importa porque son el cliente. Hace años una gran empresa quebró y pillaron al comité de dirección diciendo que su cliente era el enemigo; ojalá sucediese aquí lo mismo. Estético e inútil: dícese del diseño de mierda, que sí, alguien lo hace, pero no olvidemos también a los gestores que lo compran.
No es de recibo que para ducharse haya que tener un máster en ingeniería y un doctorado en Física Cuántica. La evolución natural de este sindiós ha sido poner códigos QR —no estoy bromeando— en algunos de estos cacharros, porque como todo el mundo sabe lo primero que uno hace es coger el móvil cuando va a ducharse. Dios perdonará muchas cosas en el Día del Juicio, pero no esta, ni que señoras y señores hechos y derechos se tengan que meter en la bañera a investigar con las gafas puestas. Poca presbicia hay en España para las duchas infernales que se gastan; a lo mejor tienen estos desaprensivos una alianza con los oculistas.
Habría que tratar también el tema del champú-gel (o viceversa), las mamparas ridículas que deparan inundaciones o la arcana disposición de las luces de las habitaciones, por no hablar del sensor lumínico de movimiento del WC que, con la excusa de ahorrar, te obliga a bailar cada veinte segundos mientras intentas descomer (que dicen en mi tierra). La verdad es que un hotel es un museo del diseño sádico. Una de las razones ha de ser —tal vez la que más deba preocuparnos— que no se premia el diseño que trata bien a la gente, quizá porque el cáncer de la autoexpresión haya llegado hasta lo funcional. No obstante, vayamos paso a paso; primero las duchas y después el resto.
Cero dudas de que los miembros de este gremio, si un portavoz nuestro pusiese un espejo ante sus desmanes, nos mirarían con desprecio y nos acusarían de bancar lo tradicional como unos carcas. Pero habría que decirles que, uno, si la cuchara no se ha reinventado es por algo, y dos, que hay una profunda e intemporal belleza en lo ostensible. Un solo mando, derecha azul, izquierda rojo —guiño—, adelante y atrás para regular la intensidad: ¿es mucho pedir, especialmente ahora que una habitación no baja de ciento y pico euros? Háganlo posible, diseñadores del infierno; no les van a dar el Shower Best Design Prize de este año, pero a lo mejor no tenemos que acordarnos de sus difuntos y eso, digo yo, también vale algo.
¡Sólo queremos ducharnos!