Huele a invierno

El invierno llega para ordenar recuerdos, invitarnos a mirar hacia adentro y decirnos que el cambio es necesario

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Un día, así como de repente, la luz es más tenue. Las terrazas pierden atractivo y las mantas aparecen de ese armario que, de abril a octubre, desaparece de nuestros hogares. Cambia la hora, los platos, la ropa y, aunque no lo parezca, es distinto hasta el olor. Saliendo de clase el otro día, que podía ser uno cualquiera, una compañera nos dijo a los que estábamos en la puerta: «¿No lo notáis?». Nosotros nos encogimos de hombros con indiferencia y dijo: «Huele a invierno».

Es en ese instante casi imperceptible cuando el calendario emocional busca su propio hueco. Las nubes se vuelven más decididas, el aire cobra carácter, las manos buscan bolsillos y el café caliente deja de ser un capricho para convertirse en necesidad. Parece que todo el mundo vuelve a caminar más rápido, como si el frío apretara el paso y nos empujara suavemente hacia casa.

La chimenea pide paso y es el fuego el que nos devuelve la noción del tiempo entre tertulias. Las series vuelven a ser excusa para quedarse, los planes al aire libre pierden importancia en nuestra lista de quehaceres, y en los cristales se forman pequeñas historias de vaho que desaparecen al instante.

De alguna manera, es el invierno el que nos devuelve la elegancia. Desaparecen las chanclas, los pantalones rotos y las camisetas horteras. Los abrigos se convierten en armaduras suaves, y las bufandas en confesionarios.

Con el encendido de las luces, y no con los escaparates, se nos anuncia que llega la Navidad. Miramos hacia arriba mientras nos acordamos de todas las fiestas pasadas, como si el fantasma de Dickens nos pusiera a todos de acuerdo para recordar. En la calle hay un ronroneo de ilusión, de planes para volver a verse, de pueblos que respiran de nuevo y playas que cogen fuerza hasta que vuelvan las sombrillas.

Reaparecen recetas familiares, mesas que se alargan, manteles que solo ven la luz unas pocas veces al año. Hay libros que dejan de ser decoración, calderas que sudan, vajillas inquietas, serpentinas por colgar, amigos que se reúnen, familias que se turnan tal o cual fecha.

Hay quien se refugia en el cine, quien encuentra consuelo en una taza humeante, o quien, simplemente, se deja envolver por el silencio que traen las noches más largas. El invierno también es música: villancicos que uno prometió no volver a cantar y que, sin saber cómo, acaban en nuestra boca; playlists que giran alrededor de pianos, de cuerdas, de voces que calientan.

Y puede que, sin darnos cuenta, la estación nos vuelva más humanos. Nos hace valorar los pequeños destellos de calor, los saludos más sinceros, los abrazos que duran un par de segundos más.

El invierno no llega solo a enfriar los días. Llega para ordenar recuerdos, para invitar a mirar hacia adentro, para decirnos que el cambio es necesario, aunque duela un poco al principio. Y basta con que el viento traiga su aroma para que, de repente, todo parezca más nítido, como si el frío pusiera nuestra vida en foco y nos obligara a reconocer lo que realmente importa.

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