Hay una escena en Toy Story 3 —esa que todos recordamos aunque intentemos fingir que no lloramos— en la que los juguetes se miran, se dan la mano y asumen que se acabó. Que Andy ya no está, que el cuarto que fue su mundo se ha hecho pequeño, y que aquello que habían creído eterno era, en realidad, sólo un capítulo. Un capítulo hermoso, sí, pero capítulo al fin y al cabo. Y quizá por eso duele tanto, porque habla de nosotros sin necesidad de ser humanos.
La saga entera es, en el fondo, un tratado sobre esa creencia infantil —y un poco adulta, seamos sinceros— de que lo valioso no se mueve jamás. Los juguetes tienen un dogma: Andy los quiere y los querrá siempre. Y nosotros, a nuestra manera, también. Uno crece convencido de que la casa de los padres seguirá igual, que los amigos no cambiarán, que el amor que nos hizo volar no se desvanecerá, que la vida se puede congelar en su mejor plano. Que la mano que nos sostiene hoy seguirá ahí mañana. Pero la vida, como los chicos que van a la universidad, hace maletas sin pedir permiso.
Cuando escribo estas cosas, a veces me dicen que me pongo nostálgico. O melancólico. O las dos. Yo no creo que sea eso. Creo que es simplemente reconocer que, igual que Woody, todos vivimos con un pie en el recuerdo y otro en el salto al vacío. Que hay certezas que se sostienen sólo mientras no las miramos demasiado de cerca. Que incluso lo más sólido —una familia, una amistad, un verano interminable— puede tener fecha de caducidad aunque nadie la escriba.
Y, sin embargo, Toy Story no es una historia triste, al contrario, es luminosamente adulta. Nos recuerda que lo que pasa no es que las cosas mueran, sino que se transforman. Andy no deja de querer a sus juguetes. Sólo deja de necesitarlos. Hay algo profundamente humano en esa transición. No es que lo anterior pierda valor, es que ya no ocupa el mismo lugar. Como esos amores que no terminan de irse pero tampoco saben —o pueden— quedarse. Como los pueblos que vuelves a visitar y te miran como a un turista de nombre conocido. Como los padres que ya no necesitan cuidarte, o quizá sí, pero de otra manera.
La lección —si es que una película con un astronauta de plástico puede dar lecciones— es que la permanencia no está en el objeto, sino en lo que deja dentro. Andy sigue siendo Andy porque aprendió a imaginar, a compartir, a querer. Los juguetes siguen siendo ellos mismos porque encontraron una nueva historia. Y nosotros seguimos siendo quienes somos porque cada despedida, por pequeña que sea, deja un surco que nos ordena un poco más.
Uno piensa que las cosas son para siempre. Que ese trabajo irá bien porque sí. Que esa persona seguirá ahí porque la queremos. Que los amigos son inmunes al tiempo. Que la fe no tiene baches. Que el cuerpo no reclama su precio. Que los días felices no pueden acabarse porque todavía no estamos preparados. Pero la preparación nunca llega, lo que llega es la vida, con su puntualidad desconcertante.
Quizá por eso Toy Story emociona tanto incluso a quienes nunca han jugado con un cowboy. Porque habla de la renuncia más dura: aceptar que lo importante no está en que algo dure, sino en que haya sido verdadero. Andy jugando en el jardín. La primera vez que Buzz aprende que no puede volar. La mirada de Woody cuando entiende que lo mejor que puede hacer por quien ama es dejarlo ir. Ahí está la eternidad posible.
Y tal vez esa sea la única receta para no perderse del todo en el vértigo de los años, sabiendo mirar lo que fue sin exigirle que siga siendo. Sostener el recuerdo. Entender que a veces crecer consiste en hacer lo que hace Andy al final: regalar lo que más quisiste para que otros puedan quererlo también. Porque, al final, la verdad es sencilla y puede que cruel, pero hermosa: las cosas no son para siempre, pero algunas permanecen de otra manera. Y eso, estoy seguro, es mejor. Así es que —dice el profeta— «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, Mis caminos» (Is 55,8).


